El mundo era de cristal y susurros. Clara golpeaba la superficie interior del espejo con las manos ya ensangrentadas, pero sus nudillos solo encontraban una resistencia impenetrable y gélida. Su propio aliento empañaba el vidrio desde su lado, un vaho efímero de vida en un reino de estancamiento eterno. Afuera, en el baño que ahora parecía un recuerdo lejano, su doble, el eidolón, se volvió para mirar al Dr. Moss y a Sofía.
—Está en paz —dijo el falso Clara, con una sonrisa de tierna preocupación que era una obra maestra de la duplicación—. La lucha la estaba consumiendo. Ahora puede descansar.
Sofía dio un paso atrás, negando con la cabeza, sus labios temblaban sin emitir sonido. El Dr. Moss, pálido como la muerte, miraba alternativamente al eidolón y al marco del espejo, donde la verdadera Clara seguía golpeando en silencio.
—Tú… no eres ella —logró balbucir Sofía.
El eidolón de Clara sonrió con tristeza. —El trauma puede cambiar a las personas, Sofía. Lo sabes. He pasado por un infierno. Pero ahora veo con claridad. —Extendió una mano hacia su amiga—. Por favor. No me dejes sola.
Dentro del espejo, Clara vio cómo la mano de su amiga vacilaba. ¡No! Quería gritar. ¡Es una trampa! Pero sus pulmones no podían atraer el aire de ese lugar, y su voz era un mero movimiento de labios contra el cristal.
Fue entonces cuando lo vio. En el reflejo del espejo, que desde su lado era una ventana al mundo real, apareció la otra figura. El eidolón de David. Se acercó a su lado y se deslizó un brazo alrededor de la cintura del falso Clara. Era una imagen perfecta, una pareja reunida después de una pesadilla. La pareja que el Morador siempre quiso que fueran: sus siervos perfectos, sus eidolones finales.
—Vámonos de aquí —dijo el falso David, con su voz plana—. Hay demasiados malos recuerdos.
El eidolón de Clara asintió, lanzando una última mirada de fingida pena hacia el espejo. —Sí. Déjemos el pasado atrás.
Y se dieron la vuelta, saliendo del baño juntos, dejando al Dr. Moss y a Sofía paralizados en la incredulidad y el horror.
Dentro del espejo, Clara dejó de golpear. La desesperación la inundó, más fría que el aire a su alrededor. Había perdido. Había caído en la trampa final, y ahora su lugar en el mundo estaba ocupado. Su mejor amiga y el único experto que podía ayudarla estaban siendo testigos de su reemplazo, y la imitación era tan perfecta que tal vez, con el tiempo, llegaran a aceptarla.
Se desplomó en lo que parecía ser el suelo de su dormitorio, pero que no era más que una ilusión, una representación plana y sin sustancia de su realidad robada. Las lágrimas se congelaban en sus mejillas. Era el fin.
Pero entonces, algo rozó su mano.
Era frío y metálico. Miró hacia abajo. Allí, en el suelo ilusorio, yacía el medallón de plata. El que el Dr. Moss le había dado. Debía habérsele caído de la mano en la lucha final, y de alguna manera, había traspasado el umbral con ella.
Lo tomó. La plata no estaba fría. Titilaba con un calor tenue, un latido débil pero persistente en la palma de su mano. No era solo un trozo de metal. Era un vínculo. Un recordatorio de quién era. Un ancla.
Miró a su alrededor. Este no era el lugar de los espejos torcidos de su primer sueño. Este era su celda. Una réplica perfecta de su dormitorio, creada para que se sintiera como en casa mientras se pudría. Pero las réplicas, por perfectas que sean, siempre tienen fallas.
Se levantó, sosteniendo el medallón con fuerza. No se rendiría. No podía. David, el verdadero David, aún estaba allí, en algún lugar de este reino de reflejos, siendo consumido. Y ella tenía una ventaja que su abuela no tuvo: sabía la verdadera naturaleza del enemigo. No era un demonio. Era un artista de la copia. Y toda copia tiene un original.
Caminó hacia la pared que, en el mundo real, habría sido la del baño. En su celda ilusoria, era solo una pared más con un cuadro. Pero Clara cerró los ojos, ignorando la ilusión, y se concentró en el calor del medallón. Se concentró en su nombre. Clara Isabel Mena. En el sabor del café de la mañana. En la risa de Sofía. En la forma en que David le cogía la mano.
Y entonces, con toda la fuerza de su voluntad, de su originalidad, presionó el medallón contra la pared ilusoria.
La pared gritó.
No fue un sonido humano. Fue el chirrido de cristal que se agrieta, de realidad falsa desgarrada. La pintura del cuadro se corrió como tinta, y detrás, Clara no vio yeso ni tablas. Vio el otro lado. Vio el baño real, desde una perspectiva imposible, como si mirara a través de los ojos del espejo mismo. Vio al Dr. Moss y a Sofía, todavía allí, hablando entre ellos con voces urgentes y asustadas.
No podía oírlos, pero podía verlos. Era una grieta. Una pequeña, minúscula falla en la prisión perfecta.
El eidolón la había encerrado, sí. Pero al hacerlo, al crear una celda tan personalizada para ella, había creado una prisión que estaba intrínsecamente ligada a su esencia. Y Clara, con el medallón como amplificador, acababa de encontrar la primera piedra suelta.
No era un ritual de sal y hierbas. No era un exorcismo grandioso. Era algo más simple y más profundo. Era el acto de recordar quién era, y usar esa verdad para rayar la superficie de la mentira que la contenía.
Editado: 30.10.2025