El destello del medallón en el espejo fue un relámpago de esperanza en la oscuridad. Sofía y el Dr. Moss, electrizados, se negaron a abandonar el baño. La evidencia era frágil, etérea, pero era suficiente. Clara no había sido aniquilada. Estaba atrapada, y luchaba.
Dentro del espejo, Clara se aferraba a esa conexión. La grieta que había creado no era física, sino de esencia, un pequeño canal a través del cual su voluntad, amplificada por el medallón, podía filtrarse. No podía hablar, no podía pasar objetos, pero podía sentir. Sentía la desesperación de Sofía, la determinación concentrada del Dr. Moss. Y, lo más importante, sentía la presencia del eidolón—su doble—en la casa, una mancha de falsa calma y triunfo que se movía como una sombra sobre su conciencia.
Pero mantener esa conexión tenía un costo. Cada vez que presionaba su voluntad contra los límites de su prisión, una fatiga abisal la consumía. Era como sostener un peso enorme con la mente. Y en uno de esos esfuerzos, exhausta, su concentración flaqueó.
Se despertó—o volvió en sí—en el rincón de su celda ilusoria, desorientada. No recordaba haberse dormido. No recordaba nada, solo un vacío de varias horas. Un apagón. Y en su mano, no sostenía el medallón. Lo encontró a unos centímetros, en el suelo, frío e inerte.
El pánico, viejo conocido, se agitó en su pecho. No había sido un sueño. Había sido otro robo. Otro momento en el que ella no estaba al mando, ni siquiera aquí, en su propia prisión.
Editado: 30.10.2025