El día que crucé el umbral de la mansión Wood, el aire olía a polvo viejo y recuerdos que nadie se había atrevido a tocar en años.
Había comprado aquella casa por una sola razón: descubrir qué le había sucedido realmente a mi prima Virginia.
Su muerte había sido declarada un suicidio. Un caso cerrado, dijeron. Sin sospechosos, sin rastros.
Pero yo tenía pruebas de que no fue así.
La laptop de Virginia —hallada entre sus pertenencias— contenía semanas de anotaciones, grabaciones, y mensajes que describían con detalle los sucesos que la atormentaron en esta misma casa: un espejo maldito y una niña llamada Rosalía, hija de la sirvienta, que asesinaba para “alimentarlo”.
Entregué ese material a la policía hace meses.
Nunca recibí respuesta.
Por eso volví.
No planeaba vivir allí. Jamás podría. La mansión me producía una mezcla de fascinación y miedo. Sólo pensaba quedarme el tiempo suficiente para ordenar, revisar, y sobre todo… entender.
La tarde en que llegué, las ventanas estaban cubiertas de polvo, y las cortinas, marchitas por el sol. Las tablas del suelo crujían con cada paso, como si se quejaran de mi presencia.
Subí las escaleras, repasando mentalmente los lugares que Virginia mencionaba en sus escritos, hasta llegar al despacho del abuelo Wood —aunque, en realidad, él no era mi abuelo. Virginia y yo éramos primas por parte de madre.
El cuarto conservaba el mismo aire solemne que en las fotografías: un escritorio de roble, el viejo reloj detenido a las tres y quince, y una puerta de madera oscura al fondo, que no recordaba haber visto antes.
Algo en ella me inquietó.
Me acerqué despacio. La pintura estaba desgastada, como si alguien hubiese intentado forzarla hace mucho tiempo.
Apoyé la mano sobre la madera y, durante un instante, sentí un leve pulso, como si la puerta… respirara.
Me aparté sobresaltada.
Minutos después, escuché un golpe en la entrada. Era un hombre alto, de cabello oscuro y chaqueta gastada.
—¿Josette Harrison? —preguntó.
—Sí. —respondí, todavía con el corazón acelerado.
—Mucho gusto, soy el nuevo oficial, Andrew Graves —extendió su mano hacia mi y la estreché con firmeza—. Estoy aquí acompañando al Sheriff Riot, no tarda en llegar.
—¿Hay noticias sobre el caso de mi prima?
—Sí —él se rascó la nuca—. Pero es mejor que esperemos...
Cinco minutos más tarde, llegó el hombre a paso lento. Era el sustituto del Sheriff Brown, quien seguía desaparecido.
Traía un sobre bajo el brazo y una expresión de falsa compasión.
—Señorita Wood —dijo, acomodándose el cinturón—, lamento venir a molestarla, pero el caso de su prima ha sido oficialmente cerrado. No encontramos evidencia alguna de esas… cosas que mencionó en su computadora.
—¿Ni siquiera el espejo? —pregunté, indignada.
—Una pieza decorativa, nada más. Su prima tenía problemas, Josette. No lo digo con malicia, pero estaba desequilibrada. Se quitó la vida.
El aire en mis pulmones se volvió pesado.
—Virginia no se suicidó. Ella escribió cada palabra de ese archivo porque tenía miedo. Porque sabía que alguien la estaba observando.
—Lo siento —repitió él—, pero el informe es definitivo.
Lo vi marcharse con un nudo en el estómago.
Desde la puerta, Andrew me lanzó una mirada silenciosa, como si dudara de todo lo que acababa de oír.
Aun así, dijo:
—Tal vez no estén equivocados… pero tampoco del todo en lo cierto.
Y se fue tras el sheriff.
Esa noche, la lluvia golpeó los ventanales de la mansión con fuerza.
Intenté dormir, pero el sonido del reloj del despacho —que no debía funcionar— comenzó a marcar las horas.
Me levanté.
Entonces la vi.
Virginia.
O su sombra, su reflejo, su espectro… no lo sé. Estaba al pie de mi cama, con la misma ropa con la que la habían encontrado muerta. No hablaba, sólo me miraba con esa expresión de urgencia que reconocería en cualquier sueño.
Me puse de pie inmediatamente, porque entendí que quería decirme algo. En otras circunstancias, me hubiera orinado del miedo. Pero teniendo en cuenta el lugar en el que estaba, el artículo que había leido, y el hecho de que fuera mi prima la que estuviera frente a mi, me limité a tragarme mi horror y obligué a mis piernas a funcionar.
Me guió por el pasillo, hasta el despacho del abuelo.
Se detuvo frente al reloj detenido, señaló la parte trasera y desapareció.
Desperté con la respiración agitada, el corazón me latía aceleradamente en el pecho, y sentia sudor frío en mi nuca.
Había sido un sueño. Un muy extraño y realista sueño.
Me recosté de vuelta, cerrando los ojos, convenciéndome a mi misma de que no debía ahondar en el tema, que probablemente se trataba de una alucinación. Que quizás el Sheriff tenía razón y mi pobre prima perdió la cordura, no por culpa de ella, por culpa de esa casa.