¡Bien!
Por fin una buena noticia, tendré la última entrevista de trabajo en la empresa directamente. A veces estas cosas las complican tanto que parece que vaya a acceder a un puesto para la NASA, cuando, en realidad, solo seré una administrativa.
Es un puesto en el departamento de exportación, me han llamado expresamente por tener experiencia en este sector y por los idiomas. El First Certificate de inglés, que es imprescindible y que me costó lo mío, junto con mi chapurreo de italiano. Esto último fue un capricho, ya que Italia me parece un país históricamente fascinante y, aunque nunca he ido, decidí que tenía que aprender el idioma de donde viene toda esa riquísima comida.
Sí, soy así de básica.
Mañana tengo que estar allí a las nueve en punto y son dos horas de camino, así que me iré pronto a dormir, pero antes llevaré de paseo a mi pequeño Golfo que es un perrito precioso, marrón y negro, mezcla de una perra salchicha (según el veterinario) y no se sabe qué. La camada estaba abandonada en una obra cercana a mi casa y yo me llevé el último que quedaba. Aunque no sea de raza yo lo quiero como si tuviera un gran pedigrí. Lo dejo correr y juego con él hasta que se agota y yo, quizás más que él.
¡Maldito despertador! ¡Cómo lo odio!
Pero hoy estoy contenta a la par que nerviosa. Me levanto a la primera, porque normalmente lo dejo sonar y sonar…
Me ducho mientras suena en la radio uno de los éxitos de Jason Derulo «Wiggle», que me encanta y, además, me hace despertar de golpe.
Me visto para la ocasión con algo formal, traje chaqueta negro y un top debajo color rosa pastel (vamos, como siempre que voy a una entrevista de trabajo, solo tengo dos y los voy combinando), y que no falten unos buenos tacones. Desayuno algo ligero y mientras salgo por la puerta le digo a Golfo que me dé suerte, y él me mira como diciendo «ya se va la loca esta», baja la cabeza y sigue durmiendo.
Me dirijo a mi coche que lo tengo aparcado en la calle porque, primero, los parkings cuestan un dineral y segundo, porque el Ford Mondeo ya tiene más años que la Tani (expresión de mi padre para referirse a algo muy viejo), lo heredé de él cuando decidió comprarse el nuevo modelo, y la verdad es que va muy bien.
Voy por la autopista y reconozco que estoy muy nerviosa, lo noto porque no paro de cambiar las emisoras de música, vale, ya paro, parece que Alejandro Fernández junto con Antonio Orozco cantando «Pedacitos de ti» me están calmando.
En la empresa me comentaron que si me elegían, el trabajo sería de lunes a viernes. Mi casa está a dos horas de distancia, sin embargo, tienen apartamentos para los trabajadores que quieran permanecer durante la semana y no trasladarse todos los días. Por lo visto son unos viñedos bastante apartados de la civilización. Pero no me importa mucho, porque necesito la independencia que me da el trabajo y no tener que volver con mis papis, que, aunque los quiero mucho, prefiero tener mi supermegapiso de cincuenta metros cuadrados.
El GPS no se ha ausentado durante el viaje (a veces le da por callarse y pasar de mí), esta vez me ha llevado directamente a mi destino. Después de coger la salida de la autopista he entrado en una carretera comarcal y en un tramo he cogido un desvío donde parece que no existe el asfalto, supongo que habrá otro camino que no conozco y estará mejor.
Pero bueno, ya he llegado y, ¡¡madre mía!! ¡Qué sitio más bonito! Estoy frente a la entrada principal y es como si hubiera retrocedido doscientos años atrás. Tiene una fachada colonial de color blanco y dos pequeños edificios paralelos de solo dos plantas. La entrada tiene unas escaleras que dan a un porche acristalado. En un lateral está el parking, donde solo hay sitio para cinco o seis coches y si giro mi vista, hay filas y filas de viñas, parece que estuvieran plantadas entre unas y otras con una medición exacta. No se llega a ver el final, todo son viñedos y es precioso, como cuando miras el mar, pero verde de vid.
Entro con cara de Paco Martínez Soria en La ciudad no es para mí, observando todo como si nunca hubiera visto el campo o un edificio, pero es que es digno de admirar. Con cara de boba paso las acristaladas puertas y me dirijo a la recepcionista rubia guapísima que te cagas:
—Hola, buenos días, tengo una entrevista con el Sr. Pelayo.
—¿Su nombre, por favor?
—Soy Carla Peralta.
—Un momento, por favor.
Y seguidamente me dice que me siente en unos sofás preciosos de cuero color blanco desde donde admiro todos esos pósteres de fotos de la empresa que son alucinantes. Están hechas desde el aire y en ellas se aprecia la inmensidad del terreno y, cómo no, la fotografía de los primeros trabajadores de la empresa, junto con la maquinaria antigua de los primeros años. También hay diferentes diplomas de premios como mejor empresa. Giro mi mirada hacia arriba y veo en un rincón una cámara, ¡uy! Eso no me gusta, está enfocada a la puerta, pero da mal rollo y, aunque sé que la mayoría de empresas las tienen por seguridad, me hace sentir incómoda.
Estoy tan ensimismada que no me doy cuenta de que se acerca alguien hasta que lo tengo delante. ¡Menudo con el Sr. Pelayo!, se acerca a mí y se presenta (vaya cara de hueso).
Debe tener unos cincuenta años, bajito y con las gafas a media nariz, mirándome por encima de ellas ¡y eso me da una rabia! Me dan ganas de subírselas, pero claro, me contengo porque mi futuro empleo está en juego.
Me hace pasar a una sala y allí comienza mi tortura inquisitiva. Me sudan las manos de lo nerviosa que estoy, pero intento mantener la calma hablándole sinceramente de mi experiencia y de lo que espero de este trabajo. Aunque en un principio me ha parecido un poco borde, la entrevista ha sido muy amena.
Tras media hora me despido de don hueso y me voy a casa con cara de ¿tonta, quizás? Realmente no sé cómo me ha ido, don hueso no me ha dado ninguna pista, simplemente me ha comentado que en unos días me dirían algo, ya fuera positivo o negativo.