No en esta vida (trilogía Tres Vidas I)

Capítulo 7

  Aunque no lo exterioricé, el Segundo Príncipe me sorprendió al decirme que íbamos a quedarnos en Atlor hasta el mediodía. Al parecer, había un mercadillo en la Plaza Mayor al que quería ir, según él para reponer nuestras provisiones. Dijo, también, que iríamos como pareja casada, así que debía permanecer cerca de él en todo momento y que tenía que evitar perderme, pues el mercado de los jueves solía llenarse de pueblerinos. Me aseguré de llevar la alianza en mi mano derecha antes de seguir a mi falso marido. No era turismo lo que haríamos, pero era lo más parecido a ello que Thomas permitiría, por lo que yo estaba dispuesta a disfrutarlo al máximo. Nunca había salido de la capital, no había ido por los barrios más bajos, así que la Plaza Mayor era un sitio que me intrigaba mucho.

   Atlor era un pueblo incluso más pequeño que Agrova, pero parecía tener casi el doble de habitantes. Las familias eran muy numerosas, al menos por lo que yo podía intuir, pues los parecidos entre hermanos, hijos y padres era impresionante. Yo no me parecía tanto a mi padre ni a mis hermanas. Mi madre era la persona con la que más similitudes guardaba, y ni siquiera éramos tan iguales. Esmae era físicamente casi igual que tía Fiorella, mientras que las gemelas se asemejaban más al duque. Los dos hermanos compartían la prominente nariz del anterior duque de Bellburnd y el cabello castaño que también poseía yo, pero ahí acababan los parecidos razonables.

   La Plaza Mayor era el lugar más amplio del pueblo. Había puestos alrededor de ella y algunos entre medias, como una especie de laberinto. La gente iba y venía. Había algunas casetas más populares que otras, ya fuese por sus productos o por sus precios.

   El príncipe me llevó de un lado para otro, sin darme tiempo a observar nada. Se acercaba a un puesto, compraba lo que necesitaba –no sin antes regatear su precio y, no sabía cómo, conseguir que se lo rebajaran–, y nos movíamos al siguiente vendedor. En alguna ocasión en la que yo me quedaba inevitablemente atrás, me agarró la mano, pero en cuanto lo hacía varios comerciantes nos gritaban para intentar vendernos productos de pareja. Una mujer trató de que le compráramos unas alianzas nuevas, a pesar de que ya teníamos las nuestras puestas. Era por eso por lo que el contacto de nuestros dedos duraba tan poco. Una pequeña parte de mí pensaba que era una pena, ya que realmente le gustaba su toque. Mi parte razonable y yo pensábamos que eran sólo imaginaciones mías.

   —Thomas —le llamé, alcanzando su hombro para que me prestara atención—, necesito paños íntimos.

   Asintió con la cabeza, en señal de que me había oído. Me pregunté si sabría para qué los necesitaba. En este mundo, a los hombres no se les educaba sobre la menstruación. De todos los que había conocido hasta ahora, que no estuviera casado –y algunos ni eso–, ninguno sabía que las mujeres, normalmente, sangraban una vez al mes. Y si sabían que lo hacían, no tenían ni idea del por qué. Si tan sólo supieran que su descendencia dependía de ello...

   Traté de seguir el paso al príncipe, pero me resultó imposible. La plaza, si era posible, se había llenado con más gente, y me estaban apretando los unos contra otros. Aproveché mi altura para divisar a Thomas, con la mala suerte de hallarle fuera de mi alcance. No parecía haberse dado cuenta todavía de mi ausencia, así que intenté llegar hasta él, en vano.

   Alguien me empujó sin querer por la espalda, tropecé con una piedra del suelo asfaltado y por poco caigo de no haber sido por el brazo que agarró el mío y me sostuvo en el aire. Alcé la vista, pensando que era el Segundo Príncipe, pero me encontré con un rostro desconocido.

   —Por qué poco —el hombre esbozó una deslumbrante sonrisa.

   Era muy guapo. No poseía la belleza misteriosa de Thomas, sino una más refrescante y luminosa. Era pelirrojo, con las típicas pecas y la piel pálida. Sus ojos eran de un precioso color esmeralda, y se le formaban unas casi imperceptibles arrugas en los bordes cuando sonreía, como estaba haciendo ahora. Después de pasar tres días con el Príncipe Ermitaño, ese tipo de sonrisa me pillaba de sorpresa, pero la recibía con gusto.

   —Muchas gracias —las comisuras de mis labios se inclinaron hacia arriba.

   —¿Estás bien? —Me preguntó, examinando mis brazos—. ¿Te has hecho daño?

   —Estoy perfecta, gracias.

   El pelirrojo me soltó, sin dejar de sonreír en ningún momento.

   —Soy Aegan Lebed —se presentó, extendiendo una mano.

   —Aileen... —atrapé su mano en un apretón, tomándome mi tiempo para pensar en el apellido que a Thomas le gustaría que dijese— White.

   Se me hizo raro pronunciar mi antiguo nombre completo en voz alta. Sentí una nostalgia que no pensé que sentiría, con tal intensidad que el desconocido se dio cuenta de mi cambio de humor. Su sonrisa vaciló. Me soltó la mano, pero sólo para apoyar una mano en mi espalda y empujarme hasta el exterior de la plaza, lejos de la multitud y el agobio. Hizo de barrera contra el resto de la gente y me condujo fuera del mercadillo.




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