No en esta vida (trilogía Tres Vidas I)

Capítulo 8

   Me alegré de tener alguien con quien hablar. Thomas no había sido una mala compañía, pero era muy serio y callado, y yo prefería un trayecto ameno y, a ser posible, divertido. Conseguido gracias a Aegan.

   El pelirrojo hacía preguntas y respondía las mías. Quiso saber nuestra historia de amor, así que me inventé que el príncipe y yo nos habíamos conocido en Fhev -uno de los pueblos en el que se desarrollaba la trama de uno de los libros publicados de tía Fiorella. Utilicé a mi favor el hecho de que Thomas siempre había estado alejado de palacio, transformándolo en que era un trotamundos, como Aegan, y que cuando se instaló en Fhev me conoció. Dije que fue amor a primera vista para él, en un intento fallido de hacer rabiar al príncipe, y que se demoró mes y medio en conquistarme. Finalmente, acepté su propuesta de matrimonio y, hacía una semana, nos habíamos casado. Este era nuestro viaje de luna de miel. Thomas calló y escuchó todo lo que yo contaba, asegurándose de recopilar toda la información para, más adelante, poder recitarla si alguien más le preguntaba. Debíamos hacer que nuestras historias coincidieran para que se tragaran nuestra farsa.

   Yo, por mi parte, descubrí que Aegan tenía veintiséis años, los mismos que Douglas tendría si yo siguiese viva como una White. Llevaba trabajando como carpintero a media jornada desde que se había asentado en Sophelle, hacía cuatro años. Hacía dos, decidió probar el arte de la pesca, y desde entonces trabajaba también como pescador. Cargaba con él su equipamiento para pescar, por lo que le pedí que pescara algo para mí, una absoluta amante del pescado y el marisco, si encontrábamos algún buen sitio para ello. Él, entre suaves risas, accedió a mi petición.

   Lebed también me contó que le gustaba la música y que tocaba el laúd. No llevaba su instrumento con él, pero si tenía ocasión de hacerse con uno, me dedicaría alguna melodía de las que ya se sabía. Mi mirada fue inmediatamente a la figura del príncipe, quien sabía que era un virtuoso al piano, en una silenciosa súplica a la que nunca daría voz para que él también nos brindara con la representación de alguna de sus composiciones favoritas. Para que eso pasara, lo más seguro era que tuviera que esperar hasta que ambos coincidiéramos en alguna soirée.

   Interrumpí al pelirrojo en algún punto de su explicación. Aunque no me importara escuchar en absoluto sus quehaceres en Sophelle, a mí me interesaba más el Aegan viajero. Quería saber qué había aprendido y qué había visto. Quería que me lo describiera y, si me interesaba lo suficiente, que me enseñara lo que sabía hacer. Esperaba que algo de aquello me sirviera para el viaje.

   El tiempo que transcurrió desde que salimos de Atlor hasta que hicimos la primera parada se me pasó volando. Lo único que separaba Atlor de Urshell era campo, así que, en cuanto encontramos un árbol lo suficientemente grande como para que diese sobra también a los caballos, nos detuvimos.

   Thomas me ayudó a bajar de la silla de montar; pura actuación. Jamás había necesitado su ayuda para ello y jamás se la había pedido. Aegan era la razón de que se hubiera vuelto un poco más atento conmigo. Por un lado, era agradable ver cómo Thomas se implicaba como marido, solícito con su esposa, paciente y generoso. Por otro, era extraño, a la vez que escalofriante, observar el gran papel que Thomas estaba ejerciendo sin una pizca de dificultad. No metía la pata, no titubeaba, no se equivocaba. Era como si, en realidad, nos hubiéramos casado hacía una semana. Hasta yo me asusté con ese pensamiento.

   Vivir en este mundo diecinueve años me había acostumbrado a ver como algo normal que la gente se casara a edades muy tempranas. No obstante, no podía obviar la parte de mí que todavía recordaba mi vida en Nueva York y mis planes de futuro por aquel entonces. Yo no había tenido intención hacerlo hasta los veintinueve. Casarme aquí diez años antes era todavía una negativa por mi parte.

   —¿Habéis pensado en tener hijos?

   Si hubiese tenido agua en la boca, la habría escupido cual aspersor, como en las comedias románticas que solían poner en la televisión las tardes de los domingos.

   El príncipe me había dado una manzana roja de la bolsa que había comprado en el mercado. Cuando iba a pegarle el primer mordisco, me quedé a medio camino al escuchar la pregunta. Deslicé la mirada de un hombre a otro, con los labios sellados. No sería yo quien contestara esa pregunta.

   —No. Por ahora estamos bien —se hizo cargo el rubio.

   —Oh, pensé que, al haberos casado tan jóvenes, Aileen estaba embarazada —Aegan se encogió de hombros y mordió su bocata de salchichas.

   En un acto reflejo, me miré la tripa. No era que estuviera acomplejada de mi cuerpo, pero nunca había pensado que, para el resto de la gente, éste parecía el de una mujer encinta.

   —No queremos niños —aclaró Thomas, con el ceño fruncido hacia el pescador—. Me casé con ella porque la quería —dio la impresión de que había terminado de hablar, pero en seguida añadió—: Porque la quiero.

   Sabía que no era real. Sabía que simplemente estaba fingiendo ser un hombre enamorado de su esposa. Sabía que, para enamorar al príncipe, harían falta más de cuatro días con pocas palabras de por medio para ello. Sabía que era todo mentira, y aun así no pude evitar entrar en pánico, como me pasó con tía Fiorella.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.