No en esta vida (trilogía Tres Vidas I)

Capítulo 9

   La noche no había sido tan mala como había pensado en un principio. Al no haber tantos árboles como en el bosque que habíamos dejado atrás en Atlor, se redujo visiblemente la cantidad de insectos. Yo poseía una manta, pero el príncipe había sido más previsor y había preparado dos sacos de dormir. O, al menos, algo que se les parecía. Aegan tenía su propia cama nómada, de más baja calidad, aunque podría haberla compartido perfectamente con Thomas. Se turnaron entre los dos para montar guardia. Aunque yo me ofrecí e insistí, no me dejaron quedarme despierta para que los dos durmieran. A pesar de que tenían sus razones –por ejemplo, que yo sería incapaz de reaccionar de manera adecuada si, vigilando, nos veíamos amenazados–, no pude evitar irme a dormir enfadada. No con ellos, sino conmigo misma por ser tan inútil. Sin duda debería aprender algo que sirviera para el viaje.

   Nos tomó todo el día siguiente llegar a Urshell. Arribamos sobre las dos de la madrugada, y tuvimos suerte de que nos rentaran dos habitaciones en un hostal a las afueras del pueblo. Ese día habíamos hecho muy pocas paradas, dos para comer algo y una de más para hacer aguas mayores, por lo que tanto el príncipe y yo estábamos agotados físicamente. Tardamos más bien poco en despedirnos de Aegan y marchar a nuestro dormitorio compartido, el cual, cómo no, tenía una cama de matrimonio. Nuestro cansancio nos impidió pensar más allá de utilizar esa alcoba para hacer algo que no fuera dormir hasta que volviera a salir el sol.

   El problema vino cuando me desperté esta mañana. Mi cuerpo había conseguido recuperar todas las energías que había agotado el día anterior, y ahora mi mente también estaba descansada y activa. Y me permitía, con todo lujo de destalles, darme cuenta de que, por primera vez desde que habíamos emprendido este viaje, había despertado antes que el príncipe. Me consideré afortunada al poder contemplarlo en ese estado durmiente y relajado. Y sin camiseta.

   Thomas tenía las facciones endurecidas cuando se hallaba lúcido. Sus ojos vetaban cualquier cosa que hacía, y su boca se abría muchas veces nada más que para regañarme. Verle así, tranquilo, en silencio y con las pestañas bajadas, hizo que me cosquillearan los dedos por acariciar su rostro, rememorando el mismo anhelo que invadió mi cuerpo en la laguna. Un mechón de su cabello, de un oscuro rubio dorado, se había deslizado sobre su frente. Aguanté a duras penas las ganas de apartarlo y colocárselo hacia atrás, para que no ocultara ni un solo milímetro de su cara. El príncipe era guapo de por sí, pero cada día que pasaba se me iba haciendo más apuesto. Era lo malo de pasar tanto tiempo a solas con un chico. Había sido una buena idea que Aegan se nos uniera y, por supuesto, Nil también. En un momento en el que los dos hombres habían ido a hacer sus necesidades y yo me había quedado sola con mi nuevo amiguito, le había pedido por favor que, si en algún momento me comportaba de manera estúpida en presencia del Segundo Príncipe, me diera un picotazo o algo.

   Aprovechando que Thomas seguía adormecido, me levanté con cuidado de la cama. No sabía cómo, pero los dos habíamos sido capaces de mantenernos en nuestro sitio, sin invadir el espacio del otro, a pesar de mi mala costumbre de moverme mucho por la noche.

   Desplegué el biombo con suma lentitud. Alcancé mi segundo uniforme de equitación y me lo puse. Necesitaba inmediatamente un lugar donde lavar mi ropa, puesto que sólo disponía de dos equipaciones. Tenía tres vestidos extra por si hacíamos otra cosa que no fuera cabalgar de un lado hacia otro, unos pantalones bombachos negros y una camisa beige junto a un corsé de repuesto. Mi madre, la duquesa, había mandado empacar dos pares de manoletinas, unos botines y las botas que en este instante adornaban mis pies. Terminé mi acicalamiento recogiéndome la melena en una coleta alta.

   Salí de detrás de la pantalla de madera dispuesta a bajar para zamparme un buen desayuno, pero el fornido muro que constituía el torso del príncipe detuvo mi cometido. Alcé la cabeza, entre sorprendida y furiosa.

   —¿Has estado espiándome mientras me vestía? —cerré las manos en puños, a la espera de que desmintiera mi acusación. No me decepcionó.

   —No —puso los ojos en blanco, en una especie de «¿Por quién me tomas?»—. ¿A dónde crees que vas?

   Me lo hubiese tomado mal si no supiera que la única intención de esa pregunta era la de prevenir que yo hiciera una locura. El tono receloso del que solían advertir en anuncios contra la violencia de género no se encontraba por ningún lado.

   —Iba a bajar a desayunar.

   El príncipe guardó silencio. Sólo entonces, cuando la única interacción entre ambos era la que compartían nuestras miradas, fui consciente de su cercanía y de su semidesnudez. Y de lo atractivo que veía recién levantado.

   En comparación con su tez bronceada, la mía parecía de porcelana, tan frágil como una muñeca fabricada con ese material. Mi tono de piel afeaba, mientras que la suya hacía que sus ojos azules llamaran más la atención. Un combo perfecto si se le sumaba su cabello blondo, su altura, su corpulencia, su rostro, su rango social, y si se le restaba el carácter.




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