El domingo también llovió gran parte de la mañana, por lo que tuvimos que quedarnos encerrados en el hostal. Casi inconscientemente, me aislé de los dos hombres, y Aegan aprovechó para convencer a Thomas de que fuéramos con él a la costa. Recordaba las playas del estado de Nueva York a las que me habían llevado mis padres. En esta vida, todavía no había tenido la oportunidad de verla con mis propios ojos. Lo más cerca que había estado de la playa había sido en el Museo Nacional de la capital, a través de puras obras de arte, todas de un realismo impresionante.
El príncipe seguía aplicándome la ley de hielo. No nos hablábamos, y anoche habíamos dormido como si fuéramos un verdadero matrimonio enfadado: en una misma cama, con nuestras espaldas rozándose e intentando que no lo hicieran. Se me había hecho casi imposible dormir, y en varias ocasiones me había girado con intención de hablar con él y arreglar lo que fuera que estaba pasando entre nosotros, pero no me había atrevido, resultando en otro giro en la cama y de vuelta a la misma posición fetal. La conclusión era que no habíamos arreglado nada y que yo había conseguido dormir mal y a ratos.
Estuvimos puntuales como un reloj la madrugada del lunes. El encargado había avisado previamente al conductor, por lo que él ya nos estaba esperando. Era un hombre de unos cuarenta y pocos años llamado Conrad, mucho más simpático que el encargado de la sede en Urshell, pero de aspecto más aterrador. Según nos contó más tarde, su físico era una de las razones por las que tan pocas veces había sido asaltado. También nos estuvo hablando de su familia, la cual consistía en su mujer, sus tres hijos, sus suegros y su propia madre. Todos vivían en una misma casa. Conrad incluso intentó emparejarme con su hijo mayor, el cual tenía veinte años. Decliné la oferta, divertida. Aegan justificó mi negativa, dándole a entender a Conrad que el príncipe era mi marido.
Mi supuesto esposo, como era normal en él, no hizo ademán de relacionarse con el conductor. Tampoco habló con Aegan, ya que estaba con nosotros, y, por supuesto, a mí no me dirigió la palabra. Dudaba mucho que la discusión de ayer le hubiera afectado tanto, más que nada porque era casi imposible quedar tan afligido por alguien que conocía de hacía casi una semana. Intuí que el enfado era una excusa para no tener que dialogar con nadie.
Esa forma de pensar suya me enojó. Y decidí molestarle.
Dejé a Aegan hablando con el conductor, esta vez sobre Sophelle, el pueblo costero del pelirrojo. Retrasé mi caballo a propósito, consiguiendo así que Thomas se pusiera a mi altura, pues él iba detrás del carromato, cerrando la marcha.
Cabalgué durante un par de minutos a su lado, en completo silencio. Desvié varias miradas furtivas en su dirección, no recibiendo ninguna otra a cambio. Lo único que escuchaban mis oídos eran las voces de Aegan y Conrad, hasta que llegó un momento en el que me cansé de su mutismo. Me acomodé mejor sobre la silla, sin temor a dañar a mi ya curada herida en el interior del muslo derecho.
—¿A dónde nos dirigimos? —inquirí, mirándole fijamente.
Sus ojos me observaron unos segundos antes de volver a contemplar el camino.
—A Dghers —contestó.
—No me refiero al pueblo al que se encamina la mercancía —obtuve de nuevo su atención—. ¿A dónde lleva todo este viaje en el que nos hemos embarcado?
—Información confidencial.
Fruncí el ceño, entre molesta y desconcertada. El príncipe –cómo no– me estaba ocultando lo que sabía. Seguíamos como al principio, como en aquel evento celebrado el día antes de partir. No nos conocíamos, por lo que no había necesidad de hablar, de compartir palabras.
—¿Por qué?
—Órdenes de la reina.
Siendo sincera, no sabía por qué seguía siendo leal a la reina. Bueno, en realidad sí que lo sabía. Era por mi familia, más concretamente por mis hermanas. Y más que lealtad, era temor. No tenía ni idea de lo que era capaz la reina, pero teniendo en cuenta que la que gobernaba era ella –a pesar de que quien había heredado el trono había sido el Rey Dominic, ella controlaba a su marido y al reino desde las sombras. Además, se rumoreaba que, hacía dos años, la Reina Soleil había adquirido un gran poder que nada tenía que ver con la política o la realeza. Si quería volver a mi familia, debería intentar tener su favor.
—¿No puedes decirme nada de nada?
Se encogió de hombros. Azotó las bridas de su semental y me adelantó, para unirse a la conversación que estaban teniendo Conrad y Aegan. Aunque no quise aceptarlo, me dolió que prefiriera charlar con ellos dos en vez de estar conmigo. Sabía que era una de sus tantas formas de evitar responder a las miles de preguntas que tenía para él, pero aun así dolía.
Con un suspiro, hinqué los talones en los costados de mi caballo y avancé, unos metros detrás de los tres hombres y de la carreta. La velocidad de desplazamiento era bastante más lenta de lo que al príncipe o a Aegan les habría gustado, pero la mula de carga de Conrad no podía ir más rápido.