No en esta vida (trilogía Tres Vidas I)

Capítulo 12

   Me llevaron a la casa principal, sólo que no me dieron una bonita habitación, sino que me asignaron el sótano, tan lúgubre y siniestro como el de una película de miedo. La única luz que había era la de una vela a medio derretir, así que no me fue posible ver todo lo que el sótano contenía. Tampoco era como si me apeteciese ponerme a investigar.

   Todavía no entendía por qué estaba aquí metida, pero tenía que estar, sí o sí, relacionado con el príncipe. ¿Cómo sino iban a conocer su verdadera identidad? Debían de ser personas a las que no agradó en sus otros viajes, o gente con la que tenía cierta rivalidad. Quizás Zade, Belona y el príncipe eran viejos conocidos, con alguna traición de por medio que los había vuelto enemigos. De no ser así, no me explicaba la razón por la que a Thomas le habían molido a palos y a mí no.

   Quise gritar, llorar y dormir, para así poder despertarme de esta horrible pesadilla. La única salida del sótano era la puerta por la que había entrado, lo que me dejaba en un gran aprieto. No había ventanas, así que, por química pura, si me mantenían encerrada aquí dentro por mucho tiempo, la combustión de las velas y la contaminación del oxígeno podrían asfixiarme.

   Me senté en las inestables escaleras para sopesar mis opciones, las cuales no eran muchas. No contaba con la ayuda del príncipe, detalle del que antes me aquejaba pero que ahora echaba en falta. Tampoco sabía que había pasado con Aegan y Nil, y no quería ni pensar en el pobre conductor. Si, como estaba comenzando a sospechar, el ataque al convoy no había sido casualidad, habíamos hecho muy mal en pedir a Conrad que nos permitiera acompañarle. Con lo simpático que era... Sólo esperaba que estuviera bien.

   Me miré las palmas de las manos, indecisa. Sólo había pasado una semana desde que habíamos abandonado la capital, pero en mi piel ya habían aparecido ampollas debido a las bridas del caballo y mis uñas estaban en mal estado, con suciedad bajo ellas que no era capaz de quitarme más que con agua y jabón que encontraba sólo en algunas de las pensiones en las que nos habíamos estado quedando.

   Lanzando un largo y sonoro suspiro, me levanté del escalón en el que estaba sentada. Rehíce mi trenza y subí las escaleras hasta llegar a la puerta. Aunque tiré de ella, girando hacia todos lados el pomo, ésta no se abrió, por lo que terminé rindiéndome. Me dejé caer contra la madera. No quería llorar, pero no pude evitar que un par de lágrimas se deslizaran por mis mejillas. Apreté los párpados con fuerza, en un intento de detener el resto de gotas.

   ¿Qué tan ingenua podía llegar a ser? Claro, la puerta iba a estar abierta solo para mí, para que fuera y saliera de aquí cuando me habían encerrado a propósito para que no les estorbara. Nuevamente, la impotencia recorrió mis músculos, mis huesos y mis nervios.

   Sin embargo, no podía quedarme de brazos cruzados. No mientras el príncipe estaba siendo maltratado y Aegan y Nil seguían en paradero desconocido. Debía hacer algo, lo que fuera, que me permitiera ayudar a Thomas o, si todo salía bien, que nos posibilitara la huida.

   Decidida, volví a bajar los escalones para alcanzar la vela que tan poco alumbraba y la paseé por la estancia, en busca de algo que pudiera utilizar como arma. Ignoré los temblores de mis manos y la parte asustadiza de mi cerebro que me aseguraba que en cualquier momento un malvado espíritu aparecería para atormentarme al mejor estilo The Conjuring. No encontré más que papeles y viejos tesoros, como pequeños jarrones rotos y medallas oxidadas. Lo más peligroso que podía destacar de esos objetos eran los destrozos de esos jarrones de barro, en especial el único fragmento con los vértices tan afilados que podrían hacerme sangrar con tan sólo rozarlos.

   La verdad era que no quería tener que usarlo, ya que podría convertirse en un arma mortal, tanto por el corte realizado como por las bacterias que podrían adherirse. Me serviría como defensa y amenaza, pero dudaba mucho que, en un momento de necesidad, me atreviera a utilizarlo.

   Lo guardé bajo mi corsé y avancé hacia la salida. Tomando una respiración profunda, golpeé con ganas la puerta y grité una petición de auxilio. Dejé saber lo asustada que estaba, lo poco que quedaba para que la vela se consumiera entera y el hambre que tenía. Pedí un poco de humanidad y, en resumen, jugué el papel de víctima de una forma muy melodramática. Incluso conseguí fingir un sollozo.

   Me alejé de la puerta al oír pasos acercándose, pero no dejé de quejarme. Sostuve entre mis manos la base de barro que quedaba del jarrón. La puerta se abrió, con alguien despotricando contra mí. No le di tiempo a divisar mi figura; alcé el jarrón roto y se lo estampe contra la cabeza. El hombre cayó de rodillas, no sé si por el dolor o por la pérdida de consciencia. No me quedé a comprobarlo. En cambio, salí corriendo, con el fragmento de afilado de barro en mi mano derecha, en la cual todavía llevaba la falsa alianza que Thomas en su día me había dado.

   Apreté los dientes, tensando en el proceso la mandíbula. Tenía que encontrarle.

   Parecía que el estruendo que pensaba que había causado no había sido escuchado por nadie. No había muchas personas en la casa, pero, por si acaso, me escondí de todas. Temía encontrarme con Zade o, peor, con Belona.




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