Me dio rabia descubrir que, a pesar de que sólo había pasado un día desde que había sido secuestrada, en Flaves del Sur hacía una tarde estupenda, para nada a juego con mi estado de ánimo. Quedaban unas dos horas para que anocheciera, y el cielo estaba despejado y brillante, al contrario que mi mente, que consistía en una maraña de pensamientos, todos relacionados única y exclusivamente con el Segundo Príncipe.
Caminé sin rumbo durante un cuarto de hora, con el único objetivo de despejarme. Mis intenciones habían sido las de buscar información relacionada con la Pulsera de Lágrimas, pero, para ello, primero necesitaba tener la mente en blanco. Mi concentración debía ser plena, porque entonces no sería capaz de encontrar lo que quería y nada de lo que leyese se me quedaría en la cabeza. Sería como esas veces en las que tenía que leer un párrafo varias veces porque no conseguía centrarme.
Pasé por delante de tiendas tan monas que me dieron ganas de entrar y comprar algo, pero había dejado todo mi dinero en la habitación, así que volver era un no definitivo. Para que eso sucediera tenía que pasar al menos una de estas dos cosas: que el príncipe estuviera durmiendo o que directamente no estuviera. Y como para cualquiera de esas opciones todavía quedaban horas, no tenía más remedio que vagar por las calles de Flaves del Sur como un alma en pena.
Encontré una librería casi al final de una de las calles más concurridas. Me fijé en ella no por la decoración, sino por la señora que salía de ella con dos libros entre las manos. Para ser más específica, lo que me llamó la atención no fue la señora, sino una de las obras, pues se trataba de la última escrita por tía Fiorella, publicada tan sólo tres días antes de que el Tercer Príncipe rompiera su compromiso conmigo: "Cien atardeceres a tu lado" de F.L. Maybell. Todavía no me había dado tiempo a leerla, así que me acerqué a la señora por pura inercia. Más de cerca, pude observar que mi tía había sacado un libro del que desconocía su existencia. Era el otro ejemplar que llevaba la señora entre las manos.
—Disculpe —la llamé, con una sonrisa cordial en mis labios—, ¿le importaría decirme cómo se titula el libro verde que lleva?
La mujer desvió la vista hacia mí, con la curiosidad brillando en sus pupilas cobrizas. Era más mayor de lo que pensaba, pues se me habían pasado por alto las arrugas que se le formaban en las comisuras de su boca y de sus ojos y en la frente. Parecía mayor que mis padres, pero no lo suficiente como para llegar a ser abuela.
—«Quien debería ser», de F.L. Maybell —me contestó, devolviéndome la sonrisa. Por un momento, pensé que estaba de vuelta en los salones de palacio, rodeada de todas esas falsas expresiones de amabilidad—. En la dedicatoria pone que está basado en su sobrina mayor.
Aquello me pilló tan de sorpresa que no me dio tiempo a ocultarla. La señora se percató de ello y sonrió, esta vez de verdad.
—¿Sabes quién es? —inquirió.
Me aclaré la garganta antes de contestar.
—He leído algunas de sus obras. No sabía que había lanzado una más. Tampoco que estaba basada en... —en mí.
¿Qué sería lo que había escrito sobre mí? A menos que fuera una especie de queja hacia la Familia Real por haberme enviado lejos de casa, otra cosa no tenía sentido. Tendría que leer lo que fuera que hubiera publicado.
—Estoy segura de que será una lectura entretenida. Todos sus libros lo son.
Esta vez, la observé más detenidamente. Su cabello era rubio ceniza, aunque ya tenía algunas canas asomándose en las raíces. Era más bien bajita, más de lo normal, pues la diferencia de altura entre ella y yo era mayor que con el resto de damas con las que me había cruzado hasta ahora. Siempre se me hacía raro, puesto que las mujeres a las que solía superar por mucho en altura eran siempre las que me sacaban más de quince años.
Parecía conforme. No daba signos de tristeza o depresión, tampoco de alegría o euforia. Se la veía en paz con su vida, como si finalmente se hubiese resignado a vivirla. En su postura percibía esa sensación de aceptación que, de alguna manera se me hacía familiar. Era la misma que yo había sentido cuando la Familia Real comunicó que me iría de viaje con el Segundo Príncipe.
Me impresionó tanto mi propia capacidad de distinguir las emociones en las personas que, durante unos segundos, no dije nada y sólo me quedé mirándola.
—¿Cuál es tu nombre, jovencita? —cuestionó.
—Aileen White —respondí, sin vacilar. Por alguna razón desconocida, me había acostumbrado ya a esconder mi verdadera identidad –aunque tampoco era como si estuviera exactamente mintiendo– y a hacerme pasar por la esposa de Thomas.
—Encantada —sonrió—. Yo soy Delphine Morana.
¿Cuál era la posibilidad de que una mujer de, aproximadamente, la edad de tía Fiorella se llamara Delphine –un nombre ya de por sí extraño y poco frecuente–, igual que su amiga perdida hacía unos veinte años, y no fuera ella? Baja, diría yo. Además, llevaba las obras de mi tía entre los brazos, y hablaba de la autora como si la conociera.