No en esta vida (trilogía Tres Vidas I)

Capítulo 17

   Le di una patada a una concha que había a la orilla del mar. Una mala decisión, puesto que iba descalza y no se me daba bien el fútbol. Me hice daño en la uña del dedo gordo, lo que hizo que se me escapara un improperio en voz alta. Por suerte, Thomas estaba lo suficientemente alejado como para oírme.

   Era lunes por la tarde. Lo de anoche parecía haber medio arreglado nuestra situación, tanto que hasta Aegan se percató de ello. Hoy, bien temprano, habíamos tenido que ir de compras para abastecernos de provisiones y poder continuar nuestro camino mañana por la mañana. En teoría, y gracias a las propiedades mágicas de Nil, podíamos respirar tranquilos por habernos librado de Zade y su grupo de ladrones. Al menos, estábamos lo suficientemente lejos como para que nos alcanzaran en tan poco tiempo.

   Debido a mi obstinación a abandonar Dhergs antes de poder disfrutar de sus playas al menos un momento, el príncipe nos había concedido tiempo libre hasta mañana. Aegan había decido invertir su tiempo en la parte pesquera del pueblo, mientras que yo había sido capaz de convencer a Thomas para que viniera a dar un paseo con Nil y conmigo.

   En cuanto pisamos la arena de la playa, Nil se alejó volando con rapidez, como si volviera a casa después de haber estado mucho tiempo lejos de ella. Como era normal en los chorlitejos corrientes, sin ninguna pizca de magia en ellos, su hábitat natural eran las zonas de agua salada, así que Nil, que cumplía esas características, estaba más que feliz de visitar la costa.

   Thomas, tras unos minutos caminando, se adelantó unos pasos con un gruñido, como quejándose de que andaba muy lento. Puse los ojos en blanco, pero no dije nada para detenerle. Sin embargo, ahora quería volver a tenerlo a mi lado, quería mantener una conversación y pasar tiempo de calidad con él. Tendría que seguir enfadada con él, lo sabía. Era lo más sensato, lo que haría que el príncipe no pensara que podía aprovecharse de mí, mas no conseguía encontrar mi rabia por ningún lado después de sus sinceras disculpas de anoche y de que le pusiera nombre a mis propios sentimientos hacia él.

   Me froté un poco la uña adolorida y me incorporé para alcanzar al rubio. Thomas, aunque no quiso que yo lo notara, aminoró la marcha al escuchar que me acercaba corriendo hacia él. El vestido que llevaba puesto era veraniego, de media manga y sólo me llegaba hasta la mitad de los gemelos, por lo que las faldas volaron a mi alrededor peligrosamente.

   Reduje la velocidad al llegar a su lado, colocándome muy cerca de él. Desde anoche, había sido casi incapaz de separarme mucho de él, porque todavía no estaba segura de que hubiéramos arreglados nuestros asuntos por completo.

   —¿Para quién son las dos cartas que entregas? —curioseé. Al igual que en Urshell, el príncipe se había acercado a la oficina de correos para enviar las dos misivas, sólo que esta vez no intentó ocultarlo.

   Thomas lanzó un suspiro resignado, como si supiera que, tarde o temprano, esa pregunta iba a llegar.

   —Una de ellas es para la Reina —confirmó mis sospechas—. Debo informarle de cómo va el viaje cada vez que encontremos un servicio de mensajería —se inclinó hacia mi oído, con un aire cómplice, y susurró—: Omito muchas más cosas de las que debería.

   Solté una pequeña risita, animada. Cada confesión que recibía de Thomas era como un granito de arena que yo iba guardando a buen recaudo para terminar formando un desierto, que, metafóricamente hablando, representaba la total confianza del príncipe sobre mí.

   —¿Qué hay del otro sobre? ¿Es para el Príncipe Heredero? ¿Para el Rey?

   El rubio negó con la cabeza. De forma involuntaria, nuestras manos se rozaron, pero me obligué a prestar atención a su explicación.

   —Es para mi abuelo materno.

   Me quedé en silencio unos segundos, asimilando lo que acababa de decir el príncipe. Cuando me recuperé, tomé los dedos que antes había acariciado entre los míos y los apreté, tragándome la vergüenza.

   —Lo siento —murmuré.

   El padre de la reina Soleil había fallecido hacía cinco años, debido a un súbito paro cardíaco. La noticia conmocionó a la región al completo, y el rey Dominic decretó una semana de luto por su suegro. La reina vistió de negro los dos meses –mínimos– reglamentarios y desde entonces no ha vuelto a vestir nada de ese color. Ni vestidos, ni adornos, ni maquillaje, ni calzado.

   —No lo sientas —Thomas se detuvo en medio de la playa desierta, con nuestros dedos todavía entrelazados. Se giró hacia mí, hasta quedar cara a cara, y me agarró la otra mano, haciendo que soltara mi calzado—. Mi abuelo no está muerto.

   —¿Cómo? —se me descompuso la expresión.

   —Mi abuelo, Aileen —esbozó una ligera sonrisa, quizás divertido por mi desconcierto, pero la borró en seguida, poniéndose otra vez serio—. Sigue vivo.

   Quise alegrarme por él, pero no entendía nada de lo que me estaba diciendo y la sujeción de sus dedos se había afianzado, como si este fuera un tema que no le gustara tratar.

   Pasé mis pulgares sobre el dorso de cada mano, en un intento por tranquilizarle. Thomas se calmó ante mi toque, al menos lo suficiente como para seguir con la historia.

   —Mi abuelo y yo nos llevábamos muy bien, y no mentiría si dijese que es mi persona favorita en el mundo. La Reina y el abuelo Sagan son totalmente diferentes, a pesar de que la mayor parte de los rasgos físicos de mi madre los ha heredado de él y, por consiguiente, Caspian —se aclaró la garganta, como si se acabara de dar cuenta de que se estaba yendo por las ramas—. El abuelo no compartía los mismo ideales que su hija. Él, por ejemplo, no concebía que las Damas Elegidas no pudieran volver a su hogar. Quizás esa fuera una de las muchas razones por las que se marchó.




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