Con lágrimas de rabia, lo empujo.
—¡Déjame ir, maldito egoísta! ¡No es tu decisión!
Matthew me atrapa de las muñecas. Su respiración es áspera, como un animal herido. Me arrincona contra la pared, pero no con violencia… con desesperación.
—¿Egoísta? ¡Tú lo eres! ¡Quieres robarme tu muerte como me robaste esos tres años! —habla con voz ronca en casi un rugido.
Intento zafarme de su agarre, pero el clava los dedos en mi piel. No me duele… pero me inmoviliza.
—¡No te debo nada!
—Me debes todo.—susurra venenoso .
Y entonces me besa.No es un beso tierno. Es un castigo. Una marca. Los dientes chocan, los labios sangran.Lo golpeo en el pecho, pero él no cede. Hasta que … respondo a su beso. Por un segundo, olvido que lo odio.
Cuando nos separamos, Matthew no suelta mi cara. Su pulgar limpia la sangre en mi labio.
—No vas a ningún lado, Harper. —dominante pero quebrado
—No puedes detener el tiempo… —jadeo con voz temblorosa.
—Pero puedo comprarlo.—habla con una sonrisa oscura.
Me sacó a rastras de ahí, me montó en su auto y me llevo a su penthouse, con la lluvia abriéndose ante nosotros.
Matthew Cargill-Macmillan
La tormenta verdadera comenzó cuando la traje aquí.Harper estaba nerviosa, enojada y vuelta loca.
—¡No soy tu puta prisionera, Matthew! —gritó, lanzando el jarrón de cristal que compramos en Venecia contra la pared. Los fragmentos llovieron como diamantes rotos.
Observé cómo su pecho subía y bajaba, cómo las venas de su cuello latían bajo esa piel que conocía mejor que mi propia alma. Tres años. Tres malditos años sin tocarla, y ahora el universo me la devolvía solo para recordarme que se me escaparía de nuevo.
—Podrías decorar mejor la próxima celda que me asignes —escupió, señalando los escombros.
Me reí. Amargamente. Como siempre lo hacía cuando el dolor era demasiado.
—¿Crees que esto es un juego? —avancé hacia ella, pisando los vidrios. Cada paso crujía como los huesos de mi orgullo—Te tengo vigilada las 24 horas. Tu tarjeta de crédito, tu teléfono, hasta esa cafetería de mierda adonde vas a llorar.
Ella retrocedió hasta chocar contra la ventana. La lluvia golpeaba los cristales como si también quisiera entrar. Quería destruirnos.
—¡Voy a morirme! —su voz se quebró— ¿Qué no entiendes? ¡No hay tratamiento, no hay milagro! Solo quiero ver el mar una última vez antes de dejar este mundo.
Algo se rompió dentro de mí.
—¡Pues muérete aquí! —rugí, agarrándola de los brazos. Sus huesos eran frágiles bajo mis dedos. Demasiado frágiles— Muérete en mi cama, en mis sábanas, con mi nombre en tu boca como la última vez que te tuve.
Ella intentó golpearme. Falló.
—Te odio —susurró, pero sus pupilas estaban dilatadas. Las reconocía. Eran las mismas de aquella noche donde la hice mía luego de tres años, cuando me mordió el labio hasta sangrar y luego lo lamí de su boca.
—Mientes —gruñí, aplastando mis labios contra los suyos.
Fue un beso batalla. Lenguas que se acuchillaban, dientes que chocaban. Ella me arañó el cuello, yo le hundí los dedos en el pelo. Sabía a sal y a ese perfume caro que solo usaba para hacerme enloquecer.
—No… —jadeó cuando mis manos encontraron el cierre de su vestido.
—Sí —contesté, rompiendo la tela. El sonido me electrizó.
La levanté como si pesara nada. Sus piernas me rodearon la cintura instintivamente. Aún recordábamos cómo encajar.
La arrojé sobre el sofá. Sus ojos brillaban con lágrimas y algo más: ese fuego que solo yo sabía sacarle.
—Te odio —repitió, mientras mis dedos le abrían las piernas.
—Y yo a ti —mentí, enterrándome en ella de un empujón.
Ella gritó. Yo también.
No había amor en cómo la poseía. Era castigo. Era venganza. Era la única forma de decirle *"eres mía"* sin que pudiera huir. Cada embestida era un *"no te perdono"*, cada gemido suyo un *"pero quédate".
Cuando llegó el clímax, enterré el rostro en su cuello y dejé escapar un gruñido animal. Ella me mordió el hombro hasta dejar marca.
Luego, el silencio.
Nos separamos como enemigos. Ella jadeando contra los cojines, yo tambaleándome hacia el bar.
—Vete si quieres —dije, sirviéndome un whisky que no quería— Pero sabes que te encontraré.
Ella se rió. Un sonido roto y hermoso.
—Lo sé —susurró.
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En la noche se puso una de mis camisas.La misma que yo quería arrancarle a dientes.
—Bienvenida a casa mi puta.—hable desde el ventanal con las manos en los bolsillos.
Ella intentó golpearme. Mi reina siempre peleaba.Le torcí el brazo a la espalda hasta escuchar un crujido.
Su quejido fue música.
—¡Déjame ir, enfermo! —aulló, escupiéndome en la cara.
La saliva me resbaló por la mejilla. Era lo más cerca que estaría de sus lágrimas.
—No— gruñí, arrancándole la camisa de un de un tirón. Los botones saltaron como balas.
No fue sexo. Fue una ejecución.
La empujé sobre la mesa del comedor, cubierta de documentos importantes que ahora se mancharían con ella.
—¿Te gusta hacerte la fuerte? —le susurré, mordiendo su hombro hasta sacar sangre—Pues gime. Gime como la perra que eres.
Y ella lo hizo.
Por cada marca que le dejaba, un insulto:
—Mía— un moretón en su muslo.
—Solo mía— mis dientes en su pezón.
—Hasta que la muerte te pudra— mis uñas clavadas en sus caderas.
Cuando la penetré, no hubo preludio. Era un castigo.
—Mátame si quieres —jadeó, clavándome las uñas en la espalda— Pero no me tendrás de rodillas otra vez.
Mentira.
La volteé como a un muñeco roto y la puse a gatas.
—Aquí es donde perteneces— rugí, tirando de su pelo para arquear su espalda—Entre mis sábanas. Bajo mi cuerpo. Con mi comezón en tu piel.
Ella se vino con un grito ahogado. Yo la seguí vaciándome en su útero como si pudiera sembrar mi obsesión ahí dentro.
Después, mientras ella jadeaba en el suelo:
—Contraté a un especialista en Zúrich —dije, abrochándome los pantalones—Si la quimio no funciona, él te reensamblará célula por célula.
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Editado: 17.07.2025