Epílogo

La playa era blanca como los huesos de los dioses.

Matthew llevó a Harper allí en febrero, cuando el invierno aún mordía el continente pero en aquel rincón del Caribe, el sol era un beso perpetuo. Ella quería sentir la arena entre los dedos, oler el salitre, ver un atardecer que no estuviera filtrado por los ventanales de un hospital.

**Él se lo dio todo.**

Contrató la isla entera. Durmieron en una cabaña de techo de palma donde el sonido de las olas los arrullaba. Harper, débil pero radiante, se reía cuando Matthew intentaba hacer cócteles y solo lograba mezclas venenosas. Por las noches, él la cargaba hasta la orilla para que flotara en el agua tibia, sus cuerpos entrelazados como raíces de manglar.
—Nunca voy a olvidar esto—susurró ella una tarde, con el sol tiñéndole el pelo de oro líquido.
Matthew no respondió. Solo la apretó más fuerte contra su pecho, como si con eso pudiera detener el tiempo.

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Harper murió un martes de abril.
Fue en su cama, con las ventanas abiertas para que entrara el olor a gardenias. Matthew estaba acostado a su lado, sosteniéndole la mano, cuando su respiración se volvió un hilo, y luego nada.
No gritó. No maldijo al cielo. Solo cerró sus párpadas con los dedos temblorosos y dejó que las lágrimas lo ahogaran en silencio.

El mundo siguió girando.

Matthew volvió a su imperio, a sus reuniones, a su vida de acero y cristal. Pero algo se había quebrado dentro de él. Las mujeres que antes lo atraían ahora le parecían copias baratas de un original perdido. Los lujos que antes disfrutaba sabían a ceniza.
En su escritorio, guardó tres cosas:
1. Una foto de Harper en la playa, sonriendo con el vestido blanco que el viento moldeaba a su cuerpo.
2. Un puñado de arena dentro de un frasco de perfume vacío.
3. La carta que ella le dejó, con una sola frase:

*"Gracias por dejarme vivir antes de morir."*

**Nunca volvió a amar.** Pero algunas noches, cuando el whisky le quemaba la garganta, juraba sentir su risa en el sonido del mar.

**FIN.**