—¿Qué haces aquí? —pregunté, plantándome frente a ella.
Se volvió y me regaló una sonrisa que no alcanzó a sus ojos.
—Quiero hablar.
—Habla rápido, Jessica —respondí, cruzando los brazos como una barrera.
Respiró hondo, como si hubiera ensayado cada palabra frente al espejo.
—He pensado mucho estos días. Me tragué el orgullo y vine a pedirte perdón. No debí tratarte así, y menos por un hombre —se acercó; di un paso atrás—. Lo que más lamento es todo el daño que le hice a la familia de Aaron.
Sus palabras me dejaron completamente congelada, pero de una u otra forma tiene razón. Somos mujeres; pelear por un hombre de esa forma es una estupidez, pero una parte de mí dice que no debería creerle.
—¿Qué te hizo cambiar de opinión tan de repente?
—Me di cuenta de que pelear por un chico no tiene sentido —dijo, la voz quedándose pequeña—. No te conozco, Sara. Me dolió que tú obtuvieras lo que yo deseaba. Estuve años cambiando por él, acomodándome a sus gustos, haciéndome a la medida de lo que quería. Y entonces apareciste tú, con otra forma de ser, y él se fijó en eso. en lo distinta que eres —confesó, sin adornos.
Técnicamente, lo obligó a quedarse con ella... pero ese detalle me lo guardé.
—¿Por qué cambiarías tu esencia por un chico? —pregunté, incapaz de ocultar la incredulidad.
—Creí que, si le daba todo lo que pedía, acabaría enamorándose —admitió ella, con voz quebrada—. Sí, disfruté cierta atención, pero me usé a mí misma para mantenerlo. Y al ver que lo conseguí a costa de hacerte daño, entendí lo bajo que caí.
—Tenías que darte cuenta —contesté—. Ya somos grandes para estas estupideces.
Ella dejó escapar una risa corta, amarga, y por un segundo su orgullo se quebró.
—Es cierto, espero te ame como yo hubiera querido que me amara a mí.
—Y yo espero que tú encuentres un chico que te ame siendo tú misma, sin tener que cambiar ni un solo cabello de tu roja cabeza, porque sé que detrás de esa fachada hay una persona increíblemente valiosa, y mereces que alguien lo reconozca —respondí sonriendo— y sin tener que amenazar a su familia.
Soltó una risa baja, casi resignada. Siento que Jessica tuvo que hacer un gran esfuerzo por estar aquí pidiendo perdón y realmente no soy quién para guardarle rencor, es decir, no vamos a ser amigas; lo que le hizo a Aaron es bastante grave, pero igualmente quiero cerrar este capítulo de mi vida.
—¿Estamos en paz? —preguntó ella.
—Estamos en paz.
Ambas nos dimos un abrazo.
—¿Qué mierda me perdí? —tronó una voz desde atrás.
Ambas nos giramos: Hunter estaba en el marco de la puerta, con esa mezcla de curiosidad y oportunismo que tanto lo define.
—Genial, justo cuando estamos haciendo las paces —resoplé, rodando los ojos.
—Bien, yo ya me tengo que ir, pero me alegra haber hablado contigo, Sara —soltó alejándose y haciendo un movimiento con su mano en señal de despedida.
—Jessica.
Ella solamente se giró hacia mí.
—Yo acepto tu disculpa, pero creo que Aaron también merece una.
Y si es posible que saques a su padre de la cárcel, estaría genial.
Sonrió con un gesto breve, casi cansado, y asintió.
—¿Ya no la odiamos?
—¿La odiábamos? —pregunté dedicándole una mirada.
Obviamente, si la odiábamos, pero nunca lo voy a admitir.
—Obviamente no —respondió él, con ese sarcasmo que odio—, ¿por qué tendríamos que odiarla? No es como si se hubiera querido quedar con Aaron, quitándote a ti el medio y amenazando a su familia.
—Ay, cállate, don Sarcástico —resoplé, y lo tomé del brazo para arrastrarlo hacia la casa antes de que soltara otra de sus frases. No quería seguir discutiendo con Hunter allí.
—Hola —grité en cuanto entramos a la casa.
—En la sala, cariño —respondió mi madre.
Ante su respuesta, mi hermano y yo nos dirigimos a la sala y ahí estaba mi madre sentada con algunos papeles sobre la mesa.
—Hola, madre —dijo Hunter acercándose a ella para después dejar un beso en su cabeza—. Voy a estar en mi habitación. —Después de decir esto salió de la sala.
—Mamá, a que no adivinas lo que acaba de pasar —solté.
Ella levantó la mirada de sus papeles para dirigirla hacia mí.
—Estoy bastante ocupada, pero esto puede esperar, cuéntamelo todo —dijo dejando todos sus papeles a un lado.
Le conté todo a mi madre; sus reacciones fueron un eco de las mías: los mismos silencios, las mismas exclamaciones. Mientras hablaba, ella intercalaba las frases que yo había pensado en voz baja. Fue en ese instante, frente a ella, cuando comprendí por qué mi padre decía que éramos idénticas. Mi madre y yo, como dos gotas
No tuve que omitir nada, ya que ella sabe un poco de lo que hay entre Aaron y yo. Así que pude contarle todo con completa libertad.
—¿Así que ya no la odiamos? —preguntó mi madre.
—Que no la odiábamos —exclamé.
Al día siguiente estábamos en el pasillo de la escuela; me dirigía al patio trasero, ya que hoy nuestra escuela fue elegida para ser anfitriona en un partido de soccer contra una escuela de la ciudad vecina. Así que hoy vinimos a la escuela a no hacer nada.
Cuando llegué a la cancha, los chicos estaban calentando y el equipo de porristas igual; estaban practicando una última vez su rutina. Es el primer juego de Aaron, así que espero que le vaya bien. A menudo, cuando la escuela hace estos partidos, prefiero quedarme en casa, pero Aaron me invitó y me pareció grosero decirle que no.
No es porque me gusta o algo así, solo me pareció grosero decir que no.
Las gradas vibraban: un mar de voces entrelazadas, risas y cánticos que estallaban como una ola en cada rincón. El aire olía a palomitas, a hamburguesas y a césped recién cortado. Los alumnos ondeaban banderas y lucían los colores del colegio; la energía era eléctrica.
No soy una experta en fútbol —apenas entiendo las reglas—, pero la fiebre del público es contagiosa: ver a la gente coreando, saltando y animando te mete en el partido aunque no entiendas la táctica. Hoy promete ser una buena tarde.