Tal como lo predije, hoy que es día de rebajas en la frutería, tuve que salir con mi suegra a comprar todo lo que hacía falta. Y por más que rogué internamente para que estuviera vacía, estaba más llena que nunca. A pesar de que aún es temprano, la fila para pesar y pagar ya se extiende hasta la entrada, el calor es húmedo, el aire denso, y me cuesta respirar con libertad.
Camino junto a mi suegra, con la canasta colgando de un brazo, mientras su voz me indica qué manzanas tomar y cuáles jitomates están maduros mientras me muevo como un reflejo, apenas prestando atención.
—No te vayas a alejar —me dice ella, bajito pero firme, como si le hablara a una niña.
—No, señora... —respondo sin mirarla.
Evito el contacto visual con los demás e incluso evito mirar mucho a la gente, he aprendido que es mejor así. A veces alguien me observa con curiosidad y siento cómo mi cuerpo se encoge, cómo mi piel hormiguea y el pecho me arde. Es una presión que me impide respirar bien, que me debilita y, muchas veces, me marea.
Todo esto comenzó poco a poco. Primero fueron los rumores, que nadie se tomaba en serio, luego, cuando conseguí la beca para terminar mis estudios en Corea, todo se derrumbó... justo cuando llegaron las buenas noticias, empezó el desastre, decían que me había acostado con los de la beca y con el profesor Arnulfo para conseguir la oportunidad. Como fui la única de mi semestre en lograrlo, muchos empezaron a creérselo, aún tenía amigas que confiaban en mí, pero todo se vino abajo cuando alguien entró a mi cuenta de Facebook y envió mensajes horribles a mis contactos, compartieron fotos donde supuestamente salía haciendo los "favores" por los que decían que obtuve la beca y aunque la chica de las fotos no se parecía a mí, eso bastó para que el acoso no parara: me barrían los pies, me insultaban, me decían zorra, puta, basura, pendeja.
Durante mucho tiempo creí que todo lo había iniciado alguna persona celosa de mi beca. Hasta que Liliana una amiga que cambió de carrera poco antes de que comenzara el acoso me abrió los ojos, aunque tarde en darme cuenta de lo que quería decirme, el último día que fui a la facultad, me salvó de caer por las escaleras cuando Adriana me empujó, Liliana solo me abrazó y dijo cuánto lo sentía, cuánto lamentaba que él me hiciera eso. En ese momento no lo entendí, pero luego todo cobró sentido.
Él... Lucas.
Lucas siempre sabía lo que decían de mí antes de que se lo contara, el sabía de los chats donde planeaban las "bromas", sabía cuándo "rescatarme", conocía los rumores antes de que comenzaran. Yo pensaba que era porque había sido asistente del jefe de carrera, y que tal vez el profesor le contaba en confianza lo que yo le decía.
Ahora sé que no era eso.
Lucas decía que solo él me entendía, que los demás me harían daño, que no podía cuidarme sola, que mejor me fuera con él, que él me protegería, pero me demostró su verdadera cara cuando me mudé con él y bueno ahora todo tiene sentido, el buscaba que me quedara en México, que no tuviera ojos, ni voz ni contacto con nadie, quería dejarme sin mis amigos, amigas... sin mi familia, quería encerrarme, atraparme y lo logró.
Siento entonces que alguien me mira. Levanto la vista por reflejo y me encuentro con los ojos de un joven que acomoda las cajas de chiles. Tal vez se pregunta cómo puedo cargar la canasta llena de fruta y verdura si probablemente peso menos que ella. Desde que me enteré de la verdad, hace unos 3 meses he perdido 16 kilos. La ansiedad me provoco más apetito cuando comenzó el acoso en la universidad y sobre todo cuando comenzaron los arranques de Lucas, llegué a pesar 70 kilos, pero en cuanto supe la verdad, mi cuerpo perdió el sabor hacia la comida, hacía la vida misma y ahora peso 54 kilos y sigo bajando.
—¿Qué estás viendo? —pregunta mi suegra, molesta—. Ya escogiste las calabazas, ¿no?
—Sí... perdón.
Me doy cuenta de que he estado parada frente a las calabazas sin moverme durante minutos. Me tiemblan los dedos al extender la mano para tomar una. Trago saliva. No sé por qué tengo ganas de llorar.
Quiero irme a casa. Aunque ya ni sé cuál casa es mi casa. Solo quiero cerrar la puerta, apagar las luces y dejar de pensar por un rato.
Después de casi media hora de fila y sentir que me desmayaba tres veces por estar rodeada de tanta gente, al fin vamos de regreso. Llevamos un poco de todo: lechuga, repollo, jitomates, cebolla, jícama, pepino, aguacates, papaya, limones y calabaza.
—Apúrate, Emily, que ya tengo hambre —resopla mi suegra—Ah y no creas que puedes verle la cara a mi y mi bebé.
—¿A qué se refiere? —pregunto, confundida.
—¡No te hagas! —me suelta, cortante—. Te dije que agarraras calabaza, no que te le quedaras viendo a ese.
Tardo unos segundos en entender a qué se refiere.
—Yo no estaba viendo a nadie.
—¡Claro que sí! Hasta se te iluminó la cara, no te hagas. Ya he visto cómo ese muchacho te clava los ojos cada vez que venimos. Si sigues así, vamos a tener que cambiar de frutería. No voy a estar aguantando esas miraditas en mi cara.
—¿Cuáles miraditas? Yo no lo miraba. Ni siquiera creo que él me haya mirado a mí —intento defenderme, aunque la voz apenas me sale.
—¡Por Dios! Si es obvio que te mira, con lujuria, con deseo. Y tú ahí, toda ofrecida, como si yo fuera una vieja senil. No te haces respetar. A los hombres no se les da ni una sonrisa, ni una mirada. Eres una mujer casada, pero creo que eso aún no se te mete en la cabeza.
—...Aún no estamos casados—digo en susurro
Mi suegra me clava los ojos y parece que se enojo mucho más.
—¿Y como se va a casar con una escuincla que solo atrae miraditas de otros hombres? Ya te lo dije, no les daré mi bendición hasta que me demuestres que eres digna de mi bebé— dice con un tono molesto mi suegra.
Me trago la saliva con esfuerzo. No digo nada, porque una pequeña parte de mi está agredecida con eso, con que aún no nos diera su "bendición", porque aquella boda con la que soñé tantas veces de chiquita, aquella vida que me imaginé junto al amor de mi vida... No era así...