No eres mi tarea...eres mi propósito

Taquitos

La llamada de Lucas llegó poco antes de las seis. Contesté al segundo timbre.

—¿Hola, amor? ¿Ya hiciste de cenar?

—Aún no. ¿Qué te gustaría?

—Pensaba en unos tacos, ¿qué te parece? Ahorita que llegue vamos juntos, ¿sí? Así caminamos tantito y nos da más hambre, jajaja.

Quise decir que no, no por los tacos sino por él. Pero no podía, llevaba una semana sin molestarse conmigo. Siete días enteros sin gritos ni puertas azotadas ni silencios venenosos, un nuevo record, pero sabía que si decía que no, se molestaría. Si decía que sí... también, probablemente, pero al menos así tenía una minúscula posibilidad de evitarlo.

—Claro, amor. Te espero.

No me cambié de ropa, no me atreví, sabía que no importará que cambio fuera una coleta diferente, una blusa menos holgada, todo podía ser un motivo. ¿Para quién te arreglaste? ¿A quién quieres impresionar?
Aunque yo ya no impresiono a nadie. Ni a mí misma. Toda mi ropa cuelga de mi cuerpo como si no fuese mía, mi cara está desnuda, seca, ni por decisión, el se encargó de tirar mi maquillaje y cremas en cuanto me mude y mi cabello... bueno, ya ni siquiera lo intento, el cepillarlo es como deshojarme.

Lucas llegó poco después de las siete. Me miró, me escaneó con esa sonrisa que otros tomarían por ternura, pero que a mí me sabe a juicio.

—¿Nos vamos, amor?

—Sí, vamos —respondí con una sonrisa prestada. De esas que no se sienten en los ojos.

Hasta ahora, todo iba bien. Un pensamiento tembloroso se me escapó del pecho: ¿Y si hoy no se enoja? Tal vez pueda hacer un nuevo record hoy.

Me tomó de la mano. Para cualquiera sería un gesto de cariño. En mi piel se sintió como una advertencia, su mano no era un abrigo, eran grilletes.

Caminamos al puesto, tres calles. Yo lo miraba, como siempre, concentrada en no equivocarme, en reír en el momento exacto, en no interrumpir, en no parecer distraída, no me atreví a mirar el camino, no quería mirar a alguien que no "debía".

Cuando llegamos al puesto el olor de la carne llenaba el aire. El pidió 2 ordenes de bistec y una hamburguesa para su mamá.

Entonces paso, mientras esperábamos, logré sentir una mirada y antes de pensarlo, ya había volteado...solo fue un segundo, un parpadeo. Pero eso fue suficiente.

Nisiquiera ví el rostro de quién me miraba, no lo vi bien, pero Lucas sí, su mano apretó la mía como si pudiera exprimir de ella una confesión.

Solo dejó de hacerlo porque nos entregaron la orden.

De regreso, no hablamos. Pero ese silencio... ese silencio era una tormenta respirando por la nariz.

A la vuelta de la esquina, como un trueno, habló:

—¿Te gustó cómo te miraba?

No respondí. Ya no hay respuestas que me salven.

—¿Vas a decirme que no lo viste?

—... Ni siquiera sé quién era.

—Pero lo viste.

—Sentí que alguien me miraba.

—¿Y por qué alguien te miraría, Emily?

Y ahí estaba. La trampa. Si respondía, era culpable. Si callaba, también.

Siguió hablando. Yo dejé de escucharlo. No hacía falta. Ya me sabía el guion.

Me empujó, no muy fuerte, pero logro hacerme perder el equilibrio, casi caí al suelo.

—Eres una cualquiera —escupió—. Siempre andas coqueteando con los hombres. No me respetas ni siquiera cuando estoy contigo.

Sus gritos se hicieron más intensos al llegar a casa.

Y yo...

Quisiera decir que lo enfrenté.
Que le grité.
Que le vomité cada palabra que me he tragado. Que le dije que no lo amo.
Que su voz me duele.
Que cada vez que me llama "amor" siento que me encoge el alma, no por gusto, sino por repulsión, por asco.
Que lo único que me provoca cuando hacemos lo que el llama "hacer el amor" es asco.
Que yo no vivo a su lado, que sobrevivo a él cada día.
Que es un imbécil.
Que me encantaría nunca haberlo conocido.
Que lo odio.

Dios, hubiera sido hermoso.

Pero no... para cuando me di cuenta, ya estaba de rodillas, suplicándole perdón.

—Perdóname, amor... no lo hice queriendo. Solo sentí una mirada. Me dio asco. Quise asegurarme de que era real.

Sí. Yo le pedía perdón. Le rogaba como se ruega por una tregua en una guerra que no escogí.

—No volverá a pasar. Por favor. Perdóname.

Entonces llegamos a la casa. Lucas abrió el portón con brusquedad, sin mirarme por completo, pero cuando lo hizo, sus ojos eran hielo.

—Si tan poco valgo para ti, deberías irte —dijo sin una pizca de emoción, y cruzó la puerta sin voltearse.

Me quedé ahí, inmóvil, aún de rodillas. Por un instante, todo se detuvo, incluso mi llanto, deje de suplicar y sentí... sentí paz.

¿Irme?

La palabra se expandió dentro de mí como una llama tímida. Por un momento, olvidé que no tenía amigos, ni familia, ni dinero, que no había a dónde correr. Ese segundo fue como respirar aire después de haber vivido bajo el agua.

Me sentí libre.

Pero entonces, algo cambió.

Tal vez lo notó o tal vez vio esa chispa en mis ojos. Sus pupilas temblaron, como si lo entendiera, como si supiera que, por primera vez, la idea de marcharme no me aterraba... sino que me aliviaba.

Y fue entonces cuando me agarró de la camisa.

Me levantó con facilidad, no le costó nada, yo era apenas un trapo en sus manos, me aventó adentro de la cochera como si arrojara una sombra.

Caí sobre la espalda pero no me dolió, ya no me dolía nada, solo me quedé ahí, semi recostada, observándolo.

Él cerró rápidamente la puerta con llave y se giro de nuevo hacia mí, parecía algo confundido, me analizaba.

Y de pronto, su rostro cambió. La rabia se desinfló. Dejó caer las rodillas al suelo y comenzó a sollozar, bueno, a fingir que lo hacía. Antes, ese llanto me quebraba, me hacía dudar, me hacía perdonarlo, pero ahora... veía el teatro.

—Lo siento, amor —gimió entre gemidos falsos—. Es solo que... temo perderte. Eres lo que más amo en esta vida. No quiero estar solo. Me asusta que alguien más te enamore, que me dejes... no quiero estar sin ti.




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