Después de hablar con Haru, bajé a ayudar a mi suegra. Estaba de un humor inusualmente bueno, tanto que pasó toda la tarde mostrándome fotos de Pinterest con ideas para bebés: muebles, ropa, juguetes… Me habló con entusiasmo de lo mucho que le encantan los trajecitos y zapatitos tejidos a crochet, y dijo que esperaba que aprendiera pronto, porque su nieto debía tener mucha ropa hecha a mano.
La tarde se volvió tortuosamente larga debido a la insistencia de hablar sobre "su nieto", mientras ella hablaba yo no dejaba de pensar, de sentirme mal...yo deberia ser la más feliz sobre el tema ya que siempre había anhelado tener una familia porque aunque mis abuelos siempre fueron buenos conmigo, una parte de mí siempre esperó que mis padres regresaran, que volvieran arrepentidos por haberme dejado y que me cuidaran y me amaran como alguna vez lo hicieron. Conforme crecí, acepté que eso no pasaría y comencé a desear formar mi propia familia. Encontrar un buen hombre y ayudarnos mutuamente a ser mejores personas, apoyarnos en nuestras metas y construir juntos algo sólido.
Por eso, cuando Lucas fue tan atento al ayudarme con mis estudios, cuando comenzó a cuidarme, a escucharme, a animarme, sentí que él era ese hombre ideal. Creo que por eso, cuando comenzaron los celos hacia mis amigos hombres, empecé a excusarlo, a pensar que ese debía ser su único defecto. Pero todo fue escalando poco a poco, hasta que me dejó sin nada. Creo que por eso tampoco sospeché de él: incluso cuando me humilló y maltrató frente a tantas personas, no imaginé que fuera él el culpable de mi ansiedad, de mis pesadillas, de todo el infierno que viví en la universidad.
Esta charla sobre el bebé debería ser hermosa, encantadora, provocarme felicidad y ansiedad por lograrlo… pero en cambio, cada palabra que dice me hace sentir peor.
—Sería hermoso que tenga los ojos de mi Lucas —dijo Amanda mientras me mostraba fotos de Lucas de bebé, fotos de un álbum muy extenso donde tenía, creo, más de quinientas imágenes solo de sus primeros dos años de vida.
—Sí, sería hermoso —digo, suplicando internamente que mis palabras no sean escuchadas o, si lo son, que se note que estoy mintiendo. Que realmente no deseo nada de esto.
La charla del bebé se volvió una jaula de sonidos dulces y colores azules de la que no podía salir. Todo me zumbaba en la cabeza: su voz emocionada, las imágenes, las expectativas... y no paró hasta que llegó Lucas.
Y entonces, ya no solo me dolía la cabeza. Me dolía el pecho, el estómago. Cada parte de mi cuerpo. Porque en todo el día no había respondido mis mensajes. Le pregunté por los análisis más de una vez. Nada. El silencio pesaba, como si cada segundo sin respuesta fuera una soga apretándose.
Estaba nerviosa, sí, pero también esperanzada... cruelmente esperanzada. Soñaba con que las noticias fueran malas para ellos, pero buenas para mí.
Y cuando lo vi entrar por la puerta, algo dentro de mí se elevó. Mi cuerpo se sintió liviano. Casi en paz. Como si estuviera flotando en el cielo.
—¿Por qué vienes con esa cara, mijo? —preguntó Amanda, preocupada.
Lucas llegó con el semblante hecho cenizas. Exhausto. Triste. Casi puedo jurar que había estado llorando: sus ojos estaban un poco hinchados, y la sonrisa con la que salió de casa esa mañana ya no estaba ahí. Solo quedaba un rostro apagado.
No dijo nada de inmediato. Pero yo, al verlo así, sentí un escalofrío. Algo me decía que era por los análisis. Que eran “malas” noticias para ellos… y justo por eso, el cielo dentro de mí empezó a brillar.
—Mijo… —dijo Amanda, ahora con una nota más aguda de preocupación, al ver que su hijo no respondía.
Lucas mantuvo el silencio y siguió arrastrando los pies como si le pesaran toneladas, mientras se dirigía al comedor donde nosotras seguíamos sentadas, expectantes.
Cuando lo vi caminar así… algo se encogió dentro de mí. ¿Qué tan malas eran las noticias para que viniera así?
Aunque, claro… para mí todas las noticias eran buenas. Salvo una: esa que dijera que yo estoy completamente sana y lista para ser madre. Pero ese… ese no parece ser el caso.
Lucas se dejó caer en la silla frente a nosotras, como si ya no tuviera fuerza para sostenerse. Bajó la cabeza, se cubrió el rostro con la mano derecha y empezó a sollozar. Lloraba de esa forma contenida, rota, que a veces tienen los hombres cuando el mundo se les derrumba pero aún no pueden gritarlo.
Amanda se tensó, cruzó las manos sobre la mesa y lo miró, entre preocupada y molesta.
—Por Dios, mijo… nos estás asustando —dijo con un tono que ya no era solo preocupación, sino impaciencia. Quería respuestas. Y yo también aunque por motivos muy distintos.
Lucas entonces levantó la mirada y me observó. Yo me esforcé por fingir preocupación, frunciendo un poco el ceño, inclinando la cabeza como si realmente me doliera verlo así… pero realmente disfrutaba verlo así, sufriendo, llorando. No sabía aún la razón exacta de sus lágrimas, pero había una parte de mí, una parte pequeña y silenciosa, que se sentía satisfecha al verlas.
Entonces rompió en un llanto más fuerte, torpe, casi infantil, y en medio de esa desesperación sacó su celular. Sus manos temblaban ligeramente mientras desbloqueaba la pantalla y abría WhatsApp. Lo vi buscar una conversación con la ginecóloga. Había varios audios y, con algo de dificultad —ya que temblaba—, reprodujo el primero.
—Hola, Lucas —empezó la voz femenina, suave, clara, pero con una gravedad que se instaló en el aire como un hilo frío que se cuela por debajo de la ropa—. Ya tengo los resultados de los estudios de Emily. Como te adelanté, los niveles de prolactina están bastante elevados, lo que nos confirma un cuadro de hiperprolactinemia funcional. No parece haber un tumor, así que descartamos prolactinoma por ahora, pero necesitamos monitorear.
Amanda parpadeó, confundida. Yo no aparté la mirada de Lucas, intentando mantenerme impasible, aunque por dentro sentía una mezcla indescifrable de miedo, alivio, curiosidad y un poco de vértigo. Lo que sea que eso significara, sonaba grave. Y eso, por ahora, me convenía.