A la mañana siguiente, me desperté de buen humor. Siempre me había considerado una chica super positiva y sabía que nada de eso me iba a quitar la ilusión de comprar mi casa. MI CASA. Es que aún no me lo creía.
Salí de la habitación esperando ver a mi madre enfadada, pero para mi sorpresa la encontré en la cocina tarareando una canción de Luis Fonsi mientras hacía mis tortitas favoritas. Al verme puso una amplia sonrisa.
—Buenos días, pequeña, ¿Cómo has dormido? —le dió la vuelta a otra tortita. Olían de muerte.
—Bastante bien la verdad. —respondí secamente.
—Azucena, cariño, quería pedirte disculpas por lo de anoche. He pensado sobre eso, y tu padre también me ha dado la brasa lo suficiente, como para entender que debes tomar tus propias decisiones. Si eso es lo que te hace feliz, no voy a ser yo quien lo impida.
Me acerqué a ella y le di un abrazo de oso enorme. Nunca me había llevado del todo bien con mi madre, con mi padre siempre me entendía pero entre nosotras había muchos roces. Aún así, la quería con todo mi corazón y no podía seguir enfadada con ella.
—Vale, mamá, no pasa nada. En un rato vienen los chicos para ayudarme a empacar cosas. —dije mientras me ponía tres tortitas en un plato con un buen chorro de sirope de chocolate.
—¡Qué bien! ¿Os quedáis aquí a comer? Puedo preparar una lasaña.
—Si haces lasaña a Darío lo vas a enamorar. —me reí sólo de imaginar la sonrisa que pondría.
Terminamos de desayunar y fuí a la habitación a empezar a guardar mi ropa, que es lo que más trabajo me iba a llevar. Cuando ya llevaba un rato doblando camisetas, sonó el timbre. No me dió tiempo ni a dar dos pasos cuando escuché que mi madre abría la puerta y la oí hablar en alto.
—Hola Darío, ¿Pero quién es este chico tan guapo con el que vienes? Madre mía, qué ojazos que tienes. A ver date una vuelta… Si si, guapo por delante y por detrás.
Ay, la madre que la parió. Casi salí corriendo y me encontré a los dos en la entrada y a Marcos con las mejillas coloradas. Es que mi madre le sacaba los colores a cualquiera.
—Mamá, por favor. —mi cara de vergüenza lo decía todo. —Pasad chicos, gracias por venir a ayudarme.
—¿Huele a tortitas? ¿Me habéis guardado algunas? —el olfato de Darío siempre me sorprendía.
—Si, cielo. Te he dejado unas cuantas. —mi madre lo agarró del brazo y lo llevó hasta la cocina.
Marcos me miró y sonrió de esa manera tan bonita y especial.
—Con qué poco es feliz, ¿Eh?, —dijo— Venga, al lío. ¿Dónde están esas cajas? —preguntó con entusiasmo.
—En mi habitación. Las que hay aquí son de Carla, que se muda con su novia.
Lo guié hasta el cuarto y al verme en el espejo del armario me arrepentí de no haberme arreglado un poco más. Llevaba puesto un pijama de mickey mouse de hace unos años y un moño en lo alto. No era la definición de sexy, en cambio él, llevaba unas bermudas color crema y una camiseta marrón oscura que le quedaba de muerte en contraste con sus ojos…
—¿Azucena? ¿me oyes? —me había quedado embobada y en ese momento reaccioné. Marcos apoyó su mano en mi hombre para despertarme de mi ensoñación.
—Si, perdona, no sé en qué estaba pensando. ¿Qué decías?
—No pasa nada, te estaba preguntando dónde están las llaves del coche para ir bajándolas. —creo que se estaba aguantando la risa.
—Aquí, toma, —las dejé caer en su mano y al rozar sus dedos con los míos sentí como un escalofrío me recorría el cuerpo.
—¿Interrumpo algo, tortolitos? —mierda, Darío, no era el momento, dije para mis adentros.
—Pues estábamos a punto de hacerlo encima de las cajas, si llegas a entrar dos minutos más tarde me pillas desnuda. —dije con sarcasmo, necesitaba ponerle un poco de humor a la situación —Venga, va, que con la barriga llena se trabaja mejor. Empieza tu con éstas. —Le señalé unas cajas.
Estuvimos un par de horas bajando y subiendo escaleras. No paraba de mirar a Marcos mientras él no se daba cuenta, y me decía a mi misma que tenía que dejar de hacerlo, pero era imposible. Era tan guapo, tan bueno. Aguantó como un campeón los comentarios de mi madre y eso era la prueba de fuego para saber que era buena persona, por que a mi madre no la soporta cualquiera. El único que lo hace es mi padre, y él ya tiene su sitio reservado junto a San Pedro en el cielo.
Eran las dos de la tarde cuando mi padre vino y nos sentamos a la mesa a comer. Darío estaba super feliz con la lasaña e incluso mi madre le preparó un tupper.
—Muchas gracias señora por invitarme a comer, ahora tengo que irme que mi amigo me está esperando en el taller para terminar unas cosas. —decía Marcos mientras recogía su plato de la mesa.
—No, por favor, llámame Sara. El placer ha sido mío. —se notaba que mi madre estaba encantada con él.
—Azucena, ¿te veo luego? Podríamos ir a cenar, si te apetece. —me miró y supe que no me podía negar. Uno, por que me había ayudado, y dos, aunque no quisiera admitirlo me apetecía mucho quedar con él y eso en el fondo me daba miedo
—Vale, nos vemos en el puerto si quieres. Conozco un chiringuito donde se cena super bien. —respondí.