—Vete de mi casa —susurré, casi con dolor por tener que decirle a alguien que había sido tan especial a mi vida que se fuera.
—¡Claro que me voy! —se incorporó con firmeza —¡Vámonos, Alberto!
—Vete tú —replicó él.
—¿Qué? ¿No serás capaz de dejarme sola? —inquirió ella.
—Eres tú la que se ha buscado quedarse sola.
—Alberto, llévatela de aquí ya, por favor. —rogué. Necesitaba tenerla lejos de mi.
—¡Qué asco das! —gritó —Siempre dirigiendo a la gente, como si fueras la dueña de todo.
—Nos vamos. Hablamos en otra ocasión —Alberto cogió a su mujer del brazo y la sacó casi a rastras de mi casa.
Entonces ocurrió lo que llevaba reprimiendo durante la última hora. Rompí a llorar. Las lágrimas brotaban sin cesar y me sentí agobiada en mi propia casa. Mientras Darío me sostenía y Lucas se iba a la cocina a por unos pañuelos, sentí la necesidad de quedarme sola y llorar tranquila.
—Por favor, déjame sola —dije entre sollozos.
—No puedo hacerlo, cielo. Sabes que nunca te dejaría sola. —Darío me limpió mis mejillas con la yema de sus dedos.
—Azucena, llámame si necesitas algo. Voy a ir a casa de mis padres. —intervino Lucas.
—Gracias.
Tenía tantas cosas en la cabeza que el resto de la noche fué un continuo lloriqueo sumado a una presión que me ahogaba. Una vez más, Darío se había quedado a mi lado, pero por alguna razón me sentía incómoda. Ya no sabía en quien confiar, no cuando mi mejor amiga había demostrado ser una arpía.
Luego estaba Marcos…
No sabía que tenía que hacer a partir de ahora.
¿Hablar con él?
¿Dejarlo pasar?
En ese momento tuve la necesidad de huir. Mientras escuchaba la respiración acompasada de Darío durmiendo a mi lado mi subconsciente me pedía a gritos que me fuera de ahí. Que huyera como lo hice cuando me dejó Víctor. Pero ya no era tan fácil. Tenía trabajo, una casa y, sobre todo, a mi sobrina.
Si no fuera por ella, hubiera cogido el primer avión que me llevara al destino más lejano, pero no pude hacerlo. A pesar de que solo tenía cinco meses, no quería que me recordara como la tía que nunca estaba presente.
Por primera vez desde que llegué a esa ciudad, me sentí más perdida y sola que nunca.
No sé en qué momento me dormí, pero cuando abrí los ojos y vi esa luz tan intensa entrar por la ventana supe que era muy tarde. Cogí el móvil para ver la hora y me levanté sobresaltada al darme cuenta de que eran las tres de la tarde.
—¡Joder! ¡No he ido a trabajar!
Salí corriendo hacia el salón y Darío me recibió con una taza de café en la mano.
—No te preocupes pequeña, llamé esta mañana al hospital para decirles que estabas enferma. Te han dado tres días de baja —suspiré aliviada.
—Dios mío, gracias Darío. Al ver la hora me había asustado un montón.
—Después de pasarte la noche llorando, supuse que no te encontrarías bien para ir a trabajar.
—No sé cómo agradecerte todo esto… —volvieron a caer un par de lágrimas, no sé como aún no me había quedado seca.
—Ven aquí —me abrazó con fuerza —No me tienes que agradecer nada, me conformo con que sigas confiando en mí.
Ví en su mirada el miedo, quizá a que debido a todo lo que había pasado, empezara a desconfiar de él.
—No te preocupes, nunca olvido quien me falló y quién estuvo ahí cuando más lo necesité, y tú has estado siempre a mi lado. Has sido mi sostén, mi ancla en todas las tormentas de mi vida…
—Mi pequeña… —Darío me sostuvo entre sus brazos y apoyó su cara en mi pelo. Podía notar su respiración colándose por mi cabello enredado.
—¿Cómo no me pude dar cuenta antes? En todos los malos momentos ha estado ella detrás, con sus mentiras y manipulaciones. Anoche estuve pensando en cogerme una excedencia y viajar durante un tiempo…
—No huyas de nuevo, Azucena —su tono de voz serio y contundente me sorprendió —Enfréntate a todo. No puedes irte siempre que ocurra algo. Tómate un respiro si es que lo necesitas, pero no huyas. No le des esa satisfacción.
—Sé que tienes razón, pero —cogí un marco de fotos que había en el salón y lo miré con nostalgia —esto nunca va a volver a ocurrir. Los cinco juntos, sentados en el sofá viendo una peli y escuchando las críticas de Lucas y Alberto mientras tu y yo nos poníamos morados a chuches.
—¿Por qué no va a volver a ocurrir?
—Alberto está casado con Susana, y se quedará con ella. Lo entiendo perfectamente, es su mujer y en eso no me meto, pero no quiero volver a verla. Nunca.
—Encontraremos una solución, ¿Vale? —me dió un beso en la frente —Ahora tengo que irme a trabajar. Te he dejado un plato de macarrones en el microondas.
—Gracias, me los voy a zampar ahora mismo.
Darío se dirigió a la puerta y al abrirla se dió media vuelta.
—Creo que tienes visita. —sonrió y se fue.