No está en tus planes

30 | Esto me consume

7 de marzo de 2024

Eleonore

Eran las tres de la mañana cuando finalmente dejé la sala de estar.

Mi cuerpo estaba agotado, mi mente aún atorada en las palabras que había pronunciado hacía unas horas, en las caras de mi familia, el dolor que vi en sus ojos. La conversación había sido más difícil de lo que imaginaba, pero sabía que era necesario. Les había contado la verdad, lo que llevaba años guardando, pero aún no podía sacudirme la sensación de estar completamente expuesta. Mi alma estaba desnuda, y la vulnerabilidad me pesaba, incluso en mi propio hogar.

Me deslicé por el pasillo, con los pies arrastrándose sobre el suelo frío de mármol. La casa estaba en silencio, con solo el sonido suave de mis respiraciones que rompían el aire denso de la noche. Cuando
llegué a mi habitación, cerré la puerta tras de mí con cuidado, como si ese simple gesto pudiera aislarme del mundo, de todo el caos que había desatado. Pero mi mente no me daba tregua. El miedo seguía presente, y mi estómago se retorcía cada vez que pensaba en Isaac, en lo que había dicho, en lo que podría hacer.
Me dejé caer sobre la cama, tapándome la cara con las manos, tratando de apretar todo lo posible, como si eso pudiera evitar que las lágrimas siguieran cayendo. Pero no lo logró. Mi cuerpo estaba tenso, mis músculos doloridos, y las imágenes de Isaac, de su rostro obsesivo, se grababan una y otra vez en mi cabeza.

Mi teléfono, que había dejado sobre la mesa de noche, vibró. El sonido, que normalmente me parecería insignificante, esta vez hizo que mi corazón se detuviera por un segundo. Temblando, levanté la mano y tomé el dispositivo. Vi que era un mensaje, y no podía evitar temer lo peor.

El nombre de Isaac brillaba en la pantalla. No quería abrirlo.

Sabía lo que diría. Sabía que sus palabras serían una cadena de amenazas y terror, pero no podía ignorarlo. No después de todo lo que había vivido.

Lo abrí.

“No me importa con quién estés, Eleonore. Eres mía, siempre lo serás. Ya lo sabes. No podrás escapar.”

Mi corazón latió tan fuerte que sentí que me ahogaba. Las letras parecían bailar en la pantalla, y la angustia me consumió por completo. El miedo se apoderó de mí de nuevo, una sensación tan horrible que me hizo perder el control. No podía respirar, no podía pensar. Las palabras se repetían en mi mente una y otra vez,
ahogándome.

Me levanté de la cama, caminando de un lado a otro por la habitación sin rumbo, mis manos temblorosas intentando calmar el torrente de emociones. Pero nada parecía funcionar. Cada pensamiento estaba inundado de desesperación, de un miedo profundo que me impedía pensar con claridad. Las paredes se
estrechaban a mi alrededor, mi pecho se oprimía, y sentí que la angustia me desbordaba.

No pude evitarlo. Mi mente se desconectó por completo de la realidad. Mis uñas, que normalmente eran delicadas, se clavaron en mi piel, rascando con violencia en un intento por aliviar la presión interna, el dolor emocional que no podía controlar. La desesperación, la impotencia, la sensación de no poder escapar...
todo eso se transformó en una punzada física que, en ese momento, era la única forma de sentir que, al menos, estaba liberando algo de lo que llevaba dentro.

Mi piel se abrió en algunos puntos, la sangre empezando a asomar, pero el dolor físico me daba una sensación fugaz de control, algo para alejar el pánico que estaba arrasando con mi mente. Las lágrimas no dejaban de caer, pero no era solo tristeza lo que sentía.

Era miedo, rabia, agotamiento. Estaba atrapada en este ciclo del que no veía salida. Isaac siempre estaba ahí, acechando en las sombras.

Escuché un ruido proveniente del pasillo, y me congelé. Era como si el sonido me hubiera sacado de mi trance. Me miré las manos, temblorosas, y vi la sangre en mis dedos. El dolor físico había sido una respuesta a una necesidad desesperada de sentir algo, pero de repente me di cuenta de lo que había hecho.
Las lágrimas seguían cayendo sin control, y me sentí más perdida que nunca.

Me desplomé sobre la cama, sosteniendo el teléfono con fuerza en mis manos, la pantalla todavía iluminada con el mensaje de Isaac.

Estaba completamente rota. No solo por lo que había hecho, sino por lo que él me había hecho sentir. La impotencia de no poder escapar, la sensación de estar atrapada en un ciclo que no elegí. La pregunta que me rondaba constantemente en la cabeza era: ¿cuánto tiempo más soportaría esto?

De repente, la puerta se abrió.
Era Howard.

Había olvidado que él se quedó a dormir en casa de mis padres.

—Eleonore —dijo su voz suave, preocupada, y al instante su mirada pasó del desconcierto a la preocupación cuando me vio. Rápidamente se acercó a mí, tomándome de las manos con
gentileza—. ¿Qué estás haciendo? ¿Qué pasó?

Lo miré, incapaz de articular palabras, de explicarle lo que estaba sintiendo. La angustia era demasiado profunda, demasiado grande. Pero lo único que pude hacer fue hundir mi rostro en su pecho, buscando consuelo en su cercanía.

—Estoy aquí —dijo él, con la voz baja y firme—. No vas a estar sola en esto, Eleonore. No importa lo que él haga. Vamos a hacerlo juntos.

Las lágrimas siguieron cayendo, pero esta vez sentí sus brazos rodeándome, sosteniéndome, protegiéndome. Por primera vez en mucho tiempo, me sentí algo más cerca de la paz, aunque el miedo
seguía acechando, aunque Isaac estuviera ahí, esperando. Pero Howard estaba conmigo, y eso me daba una pequeña chispa de esperanza en medio de la oscuridad.

Sin embargo, la batalla no había terminado. Y, por el momento, no sabía si alguna vez lo haría. Pero al menos no estaba sola.

Era como si el aire se hubiera vuelto denso, pesado. Los minutos parecían alargarse interminablemente mientras me quedaba allí, sola en mi habitación, con el teléfono en las manos, mirando el mensaje de Isaac que no dejaba de rondar en mi mente. Sentía que algo dentro de mí se quebraba, que todo lo que había estado guardando se desmoronaba a cada segundo. El miedo, la angustia, el dolor que había llevado por tanto tiempo sin decir una palabra, todo se estaba desbordando.




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