Los rugidos, el choque de las palmas y el vibrar de los pisotones en la cancha de la facultad de farmacia anunciaban el regreso de la escuela Shaolin Wushu Lohan a sus entrenamientos regulares. Los practicantes de Kung Fu se ejercitaban con fiereza tras el largo parón de las vacaciones de agosto y septiembre, repitiendo sus movimientos con una entrega y concentración tales que no se percataron del pasar de las horas, ni siquiera cuando el sol, dorado y carmesí, comenzó a agonizar en el horizonte capitalino.
Recién cuando la sombra de los árboles y la suya propia se disiparon en la oscuridad, el encargado de la clase, el Laoshi Gabriel, se dio cuenta de aquel descuido, abordándolo un sentimiento de preocupación tan intenso como la luz blanca de la farola que se encendió sobre él, iluminando su cabello rubio.
—¡Reúnanse! —exclamó con potencia, llamando la atención de las personas que estaban con él, repartidas por la cancha.
En unos segundos, cuatro jóvenes lo habían rodeado, con las ropas deportivas empapadas en sudor, las cintas amarillo chillón apretando sus cinturas y las miradas fijas en él.
—Nos pasamos de la hora.
Todos se encogieron de hombros con indiferencia, pues no caían en cuenta de la oscuridad alrededor, pensando que estaba nublado. Seguro, se les había hecho algo tarde ¿pero qué tanto? Aquel era el pensamiento común
—A penas deben ser las seis —comentó una chica, morena y esbelta, mientras arqueaba una ceja y sonreía con incredulidad.
—Pues no Estefany, son las siete —replicó Gabriel con autoridad.
—¡¿Qué?! Imposible —exclamó un muchacho alto de piel blanca, acercándose a pasos agigantados a su mochila. Su nombre era Diego, y aunque solía mantener la calma, aquella noticia lo había puesto nervioso.
—¿Qué pasa? Igual tú vives aquí mismo —señaló Estefany de forma jocosa.
—Tengo un trabajo pendiente que tengo que entregar —fue su respuesta mientras rebuscaba en uno de los bolsillos de su bolso.
Logró sacar su celular, encendiéndolo en el acto. Se pudo leer en su rostro un gesto de sorpresa; se había quedado boquiabierto mientras les mostraba la hora a los demás. Eran exactamente las siete y seis minutos. Por un segundo todos se quedaron petrificados, solo Estefany miró alrededor, analizando el entorno.
El espacio donde entrenaban tan a gusto unos segundos atrás se había vuelto amenazante y desolador. La sombra de los árboles formaba garras tenebrosas en el suelo, donde las hojas secas eran paseadas por una brisa gélida, potenciada por el sudor que empapaba sus prendas. A Estefany se le hizo un nudo en la garganta.
—Diego ¿me puedo quedar en tu casa? Ya es tarde para ir a la mía —habló una chica no muy alta, de piel blanca, largo cabello negro y lentes grandes, muy llamativos.
—Sí, Vicky, justo te iba a decir que te quedaras conmigo —contestó tomándola de la mano.
—Vayan rápido a lavarse y a tomar agua. Disculpen mi descuido —Gabriel asumió el error mientras todos agarraban sus bolsos, dirigiéndose al interior del edificio.
La cancha estaba en un patio interior al que se accedía bajando unas escaleras de cemento que no demoraron en subir, llegando a una plaza cubierta donde estaba también el cafetín de la facultad de farmacia.
En la pequeña plaza de la facultad no quedaba mucha gente a esas horas, salvo por algunos guardias de seguridad y unos pocos estudiantes rezagados, ya de salida. El cafetín había cerrado varias horas atrás y aunque las mesas seguían en su sitio, las pesadas sillas de plástico y metal estaban guardadas tras rejas y bajo llave. Nadie permanecía ahí ni en los alrededores, donde los estudiantes solían jugar ping-pong. Los cinco pasaron de largo y cruzaron hacia la derecha para atravesar la puerta de cristal que llevaba al interior edificio, quejándose de lo deficiente que era el transporte público en Caracas «No tendríamos que estar tan preocupados si hubiese autobuses hasta las diez de la noche».
El vestíbulo estaba casi vacío; tras la recepción larga de madera había un guardia de seguridad que escuchaba una retransmisión de béisbol por la radio, y al fondo tres personas salían del decanato, cerrando todo y apagando las luces detrás de ellos.
La atención que los muchachos le prestaron a estos detalles fue mínima y siguieron su camino hasta subir al piso uno, donde estaban los baños. Ahí se encontraban solo dos estudiantes, revisando apuntes sobre una mesa. Ninguna volteó a mirarlos mientras se separaban, chicas a la izquierda, chicos a la derecha.
Gabriel, Diego y Edgar, el único que no había hablado desde el final del entrenamiento, charlaban con normalidad mientras lavaban sus manos y caras, acomodando como podían la ropa deportiva con la que entrenaron.
Sus voces y el cantar de los grillos le daban un ambiente familiar y pacífico a la noche. Incluso parte de la preocupación por la hora se había esfumado con la plática, pero cuando un repentino apagón los sumió en la oscuridad, dejándolos a ciegas, tanto ellos como los sonidos de la noche enmudecieron. El tiempo se dilató tanto como el entrenamiento que habían tenido; lo que no fue más de un minuto pareció durar una hora. Nadie dijo nada hasta que las luces fluorescentes volvieron a encenderse sobre sus cabezas.
—Mejor vámonos ¿ya estás listo Edgar? —le preguntó Gabriel a un joven moreno y robusto de cabello rizado que se veía en el espejo.
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Editado: 14.09.2023