Una pregunta de Victoria lo hizo espabilar, ahuyentando por un momento los pensamientos que lo acosaban. Recobró la calma mientras le contestaba, pero cuando salieron a la plaza interior y vio de reojo hacia el cafetín, su corazón dio un vuelco, haciendo que Victoria se sobresaltara con él. Todas las pesadas sillas, esas que yacían guardadas bajo llave, estaban en su puesto tras las mesas.
—¿Estaban afuera antes de que subiéramos? —le preguntó Diego, intentando disimular como temblaban sus manos.
—No... no me acuerdo. No, no estaban así —contestó Victoria asombrada.
«¿Quién las ordeno tan rápido? No, debemos estar confundidos, los demás ya hubiesen dicho algo», de pronto Victoria tomó de la mano a Diego.
—¿Estás bien?
—Sí, solo... aaammm... —Diego buscaba las palabras adecuadas para explicar lo que le sucedía, pero no hizo falta.
—Yo también siento que hay algo raro. Vámonos de aquí.
Diego asintió y sin soltarla siguieron caminando detrás de los demás. Las ideas iban y venían en un bucle constante, hasta que llegaron a la salida de la facultad; una puerta amplia con una reja de metal gruesa, bonita aunque algo anticuada.
—No está ninguno de los guardias —señaló Estefany extrañada luego de cruzar las rejas, abiertas de par en par.
—Estarán ocupados con algo —los excusó Gabriel sin darle más rodeos.
—Pero dejaron las rejas de entrada abiertas.
—Sabían que estábamos allá arriba, seguro las dejaron así para que pudiéramos salir.
—Mmm... —el tono de Estefany era suspicaz mientras contemplaba alrededor.
A la derecha vio un espacio verde donde solo se distinguían la silueta de algunos árboles secos y a la izquierda, a través de un muro con pequeños huecos, logró ver la cancha donde estuvieron entrenando, convertida en una cueva de lobo solo iluminada por una farola solitaria. No pasaban vehículos por la calle ni gente por los pasillos techados de la universidad. En el estacionamiento frente al edificio de biblioteca central no había ni un auto estacionado, y en la lejanía podía distinguirse la silueta oscura del edificio de la facultad de ciencias económicas y sociales.
«La universidad está demasiado oscura, demasiado sola», pensó Estefany de inmediato. El tiempo pasando lentamente solo acrecentaba aquel sentimiento desolador, hasta que una pequeña y parpadeante luz llamó su atención; la única luz en todo el enorme edificio.
—¿Pero dónde está toda la gente? —insistió Estefany tras unos segundos mientras los vellos de la nuca se le erizaban al sentir la brisa gélida soplar a sus espaldas.
—Se fueron a comer, Estefany —respondió Edgar, restándole importancia a la situación.
—¡Ay! ¡No le respondas así! Ella tiene razón, todo está muy solo, ni que fueran las doce de la noche —la defendió Victoria sin que dejaran de caminar.
Alguien más hubiese contestado, o bien Edgar con más sarcasmo o Diego secundando a Victoria, pero unos repentinos sonidos provenientes de la grama a la derecha hicieron que se mordieran la lengua.
Eran chasquidos breves y fuertes que no se podían pasar por alto. Todos voltearon con más o menos disimulo hacia la oscuridad. Aunque el pasillo techado estaba iluminado, no podía verse que era lo que se ocultaba en el pequeño engramado. Tras algunos segundos, el chasquido cesó.
Los jóvenes suspiraron aliviados, riéndose un poco de lo paranoicos que estaban. Trataron de seguir adelante, pero como si hubiese estado esperando que se movieran, una criatura salió corriendo de inmediato, atravesando por completo el camino frente a ellos escondiéndose en las sombras del otro lado. Victoria apretó con fuerza el brazo de Diego y los demás retrocedieron poco a poco.
—¡¿Qué era eso?! —preguntó Victoria atemorizada.
—Solo era una rata —contestó Gabriel intentando apaciguarlos a todos
—Del tamaño de un conejo —gruñó Estefany, intentando localizarlo con la mirada. Los chasquidos habían regresado.
—¡Rata una mierda! Esa cosa corrió en dos patas —susurró Victoria, pero solo Diego la escucho.
—Bueno, tranquilos, la universidad es salvaje, deberíamos grabar un reallity —bromeo Edgar antes de continuar caminando.
Si Edgar estaba nervioso la verdad era que no lo demostraba, aunque sí resultaba evidente su deseo de restarle importancia a la atmosfera extraña que había comenzado a asfixiarlos. Por eso lideró la marcha y no se detuvo hasta llegar al paso de cebra. Viendo que no venía nadie en ninguna dirección, intentaron cruzar, mas no terminaron de llegar a la otra acera cuando el rugir de un motor se escuchó próximos a ellos. Todos dieron zancadas largas para terminar de salir de la calle, dándose la vuelta justo a tiempo para ver un auto avanzar a toda velocidad, haciendo sonar su bocina al mismo tiempo que seguía de largo el camino para salir de la universidad.
—¡¿Qué le pasa?! ¡¿está loco?! —preguntó Gabriel, rojo de rabia, sabiendo que un tropiezo de alguno de ellos pudo desembocar en un accidente fatal.
—Calma, todo está bien, no pasa nada —lo apaciguó Diego, aunque era verdad que todos estaban bastante nerviosos—. Sigamos caminando.
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Editado: 14.09.2023