¡no le creas!

Capítulo 3

Diego miró de un lado a otro de manera frenética, buscando con insistencia de donde pudo provenir aquella voz hasta que fijó su mirada en la bocina oxidada sobre ellos.

—¿Escucharon eso? —preguntó.

—¿Escuchar qué? —Victoria se aferró con fuerza a su brazo.

—Alguien dijo «Todo va a estar bien».

Estaban petrificados y en silencio, tratando de oír lo que Diego indicaba, pero no escucharon nada más que el silbido del viento y el ruido blanco de la bocina.

—La radio de la universidad dejo de funcionar hace varios meses, Diego —le dijo Estefany.

—Pero lo escuché...

No quisieron insistir, y permanecer de pie en aquel sitio parecía a todas luces una mala idea. Se pusieron en marcha de nuevo, más no dieron ni cinco pasos cuando el camino se vio bloqueado.

Las bombillas fluorescentes, aquellas que Diego estuvo viendo en la lejanía, comenzaron a apagarse. Un segmento de luces a la vez y a una velocidad vertiginosa, seguidas de golpes secos como quien golpea un muro de concreto con una maza. Eran impactos fuertes y consecutivos que se acercaban a ellos tan rápido como un depredador que se abalanza sobre su cena. Las fauces oscuras de un lobo abriéndose para engullirlos.

¿Por qué no habían comenzado a correr? Cada quien tenía un ancla que lo sujetaba; en unos la incredulidad ante lo que veían, en otros las piernas no contestaron. Nadie se movió ni un centímetro hasta que, por milagro, la luz encima de sus cabezas se mantuvo encendida, dejándolos frente a una inmensa penumbra sobre la que no se atrevían a dar un solo paso.

—Mejor... mejor vámonos por Plaza Cubierta —indicó Gabriel estupefacto ante lo que acababa de ver, señalando el camino a la derecha con su mano temblorosa. No hizo falta que nadie respondiera.

De inmediato cruzaron la calle y sin mirar atrás entraron por una rampa hacia un pasillo abierto, quedando cerca de la entrada de la Biblioteca Central.

Ninguno quería ver atrás, pero una corazonada colectiva los obligo. Todos voltearon hacia el Pasillo de las Banderas una última vez para ver como la luz donde ellos estuvieron de pie se apagaba un instante después.

—Bueno... —Edgar intentaba encontrar palabras para lo que acababa de pasar.

—La luz se fue en el pasillo, no pasa nada —Gabriel usaba una voz gruesa y artificial, respirando con dificultad entre palabras.

—¿Y por qué aquí no se ha ido? —le señaló Estefany deseando que no trajera mala suerte decirlo.

—No, bueno, es que...

—Se pudo ir por fases ¿verdad? Se va la luz en una parte, pero no en otra —dijo Victoria, envalentonada pero sin soltar el brazo de Diego.

—S-sí, sí, esas cosas pasan —reafirmó Gabriel—, vámonos de aquí.

Aquel nuevo espacio, Plaza Cubierta, era más amplio y a diferencia del Pasillo de las Pizarras, se sentía menos a la intemperie. Tenía un techo alto y amplio, el suelo pulido y varias columnas redondas y gruesas de cemento que se extendían por un largo corredor iluminado por cálidas bombillas amarillas.

Ya no había ninguna luz titilando, sonidos extraños ni una profunda oscuridad esperándolos al final. Solo era una plaza que ellos conocían y que habían atravesado muchas veces.

Tal vez era por lo familiar que les resultaba el sitio o por la esperanza de que en aquel lugar neurálgico de la universidad hubiese personas, pero estar ahí les otorgó una sensación de seguridad que agradecieron, incluso si seguían en el corazón de la UCV, muy lejos de la salida.

Siguieron por ese pasaje, con una pared de mosaiquillos rojos a la derecha e intentando dejar atrás el ingrato recuerdo de lo que acababa de ocurrir en el Pasillo de las Banderas. Apenas tuvieron que caminar durante unos segundos para pasar frente a la entrada de la biblioteca central.

Esperaban encontrarla abierta, con estudiantes y empleados aún en el interior, no obstante ambas puertas de cristal estaban cerradas. En el interior no podía distinguirse nada más que siluetas, los detectores que evitaban la salida no autorizada de los libros y el amplio vestíbulo, iluminado por la pobre luz de luna que atravesaba el vitral multicolor de Fernand Léger.

Ellos siguieron de largo, desalentados por aquel nuevo encuentro con la sofocante soledad; sin embargo, no dieron ni diez pasos cuando el rechinar de la puerta los hizo voltear poco a poco. El portal de cristal que daba paso a la biblioteca se había abierto casi por completo, haciendo que a los cinco se les helara la sangre mientras esperaban que alguien saliera... nada.

Diego no toleró más aquello y dejándose llevar por el enojo, se soltó del agarre de Victoria y avanzó sin titubear hacia la puerta, inspeccionándola y revisando el interior de la pequeña antesala de la biblioteca. No había nadie ni se escuchaba nada más que una potente y constante corriente de aire que, asumió él, fue capaz de abrir la puerta desde adentro. La cerró con cuidado y volvió con sus amigos, sin percatarse de la figura que lo veía desde las sombras, justo debajo del vitral.

—A algún pasante se le olvidó pasarle llave y el viento la abrió, es todo —explicó de inmediato, restándole importancia antes de seguir caminando.

Bromearon al respecto, hablando de que alguien pronto sería despedido, logrando alejarse lo suficiente como para no volver a escuchar la puerta rechinar, abriéndose y cerrándose sola un par de veces más.

Ese breve episodio, aunque Diego lograse justificarlo, los había sumido de nuevo en un nerviosismo que les erizaba la piel. El silencio dominante solo interrumpido por sus pasos no hacía más que aumentar la tensión, una que Diego intento romper con una anécdota inusual.

—¿Sabían que trabajé en la biblioteca hace tiempo?

Todos voltearon a mirarlo mientras avanzaban por el camino que llevaba a Aula Manga.

—¿A sí? —contestaron de forma espontánea. Soltaron una carcajada que aligero un poco la carga por esa coincidencia.




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