El final del año escolar se acercaba y con ello nuestras últimas vacaciones escolares antes de que todas tomáramos caminos distintos. En dos meses nos graduaríamos del colegio, y esas serían nuestra ultima aventura juntas antes de la universidad.
Por eso, cuando Zoe propuso alquilar una cabaña por toda la semana de receso escolar de octubre, ninguna lo dudó. Fue su idea, como casi todas las locuras que terminan volviéndose memorables… o peligrosas. La encontró en Airbnb, una cabaña perdida entre los bosques de San Ignacio, un pequeño pueblo en las montañas, a tres horas de la ciudad.
Nos íbamos las cuatro: Lía, Zoe, Selene y yo Lucía, éramos mejores amigas desde que tengo memoria y realmente las iba a extrañar demasiado.
El viernes en la mañana, nos recogió el papá de Lía en su camioneta y partimos con las maletas repletas de ropa que probablemente no usaríamos, mecatos y una playlist de canciones que habíamos armado especialmente para el viaje.
La carretera estaba tranquila, a lo lejos se iba viendo las montañas cubiertas de niebla, y con cada curva el aire se sentía más frío, más limpio… más lejano de todo.
Zoe cantaba a gritos, Lía grababa videoscpara tiktok, y Selene, desde la ventana, parecía perdida en algún pensamiento que no compartió. Yo solo miraba el paisaje pasar, sintiendo una mezcla de tranquilidad y melancolía.
El plan era simple: hacer cosas de mejores amigas: pasar las noches viendo películas románticas, hacernos las uñas, ponernos mascarillas faciales, hacer karaoke, hablar de los chicos que nos gustaban y de todo lo que creíamos que íbamos a ser cuando la universidad empezara.
Queríamos reír hasta que nos doliera la panza, comer comida chatarra, dormir hasta tarde, y olvidar por una semana que la universidad y la vida adulta nos esperaba allá afuera.
Era nuestras últimas vacaciones escolares, y no lo sabíamos, pero también serían las últimas vacaciones en que no seriamos las mismas.
El camino hacia la cabaña se volvió cada vez más estrecho. La carretera pavimentada terminó en un sendero de tierra rodeado por árboles altos, tan juntos entre sí que apenas dejaban pasar la luz.
Cuando por fin el bosque se abrió, la vimos: una cabaña grande color marrón, con hermosos ventanales rodeados de macetas de flores, con el techo inclinado y una chimenea que parecía no haberse usado en años. A un costado, un pequeño lago reflejaba el cielo gris.
Era hermosa, pero había algo en ella que me incomodó desde el primer momento. Tal vez el silencio. O que no se escuchaban pájaros cantando.
El padre de Lía estacionó frente a la entrada y bajó nuestras maletas.
—Bueno, chicas —dijo, con una sonrisa cansada—pórtense bien, nada de locuras, no duerman tan tarde, pero sobre todo, disfruten sus últimas vacaciones escolares. Vendré por ustedes el próximo viernes temprano ¿entendido?
Lía asintió, dándole un beso rápido en la mejilla.
—Tranquilo, papá, prometo que no quemaremos nada.
Él rió, aunque su mirada se detuvo unos segundos en la cabaña, como si algo no terminara de convencerlo. Luego se despidió con un toque de bocina y se perdió entre los árboles.
El ruido del motor se desvaneció, y quedamos solas, por un momento, solo se escuchaba el viento moviendo las ramas.
Entramos riendonos de un mal chiste contado por Zoe, el interior de la cabaña olía a madera húmeda y pino, pero era acogedor, está tenía una sala amplia con sofás viejos, una chimenea, una cocina pequeña al fondo y un pasillo que conducía a las habitaciones.
Zoe corrió a elegir cama, Lía sacó su altavoz para poner música, y Selene abrió las cortinas, dejando entrar una luz dorada que llenó el lugar.
Desempacamos entre risas, probándonos las pijamas nuevas y discutiendo quién dormiría con quién, todo parecía normal.
Excepto por esa sensación que no me dejaba tranquila.Era algo leve, casi imperceptible, pero lo sentía desde que llegamos: como si alguien nos estuviera observando.
—Deberíamos salir a recorrer los alrededores —dijo Selene, sacándome de mis pensamientos.
—¡Sí! —respondió Zoe—. Hay un lago detrás y creo que un sendero.
—Voy por mi chaqueta —dijo Lía, entusiasmada.
Yo miré por la ventana antes de seguirlas. El bosque parecía igual que hace unos minutos, pero juraría que el reflejo del lago se movía, como si alguien hubiera caminado junto a la orilla. Sacudí la cabeza diciéndome que solo era mi imaginación.
Agarré mi mochila y salí con ellas.
El sol comenzaba a caer, y mientras bajábamos por el sendero hacia el lago, el aire se volvió más frío.
Detrás de mí, las risas de mis amigas se mezclaban con el crujir de las hojas secas y por alguna razón, cada paso que daba me hacía sentir que nos estábamos acercando a algo que ya nos estaba esperando.