No lo llamaría error

Prólogo

Prólogo

Valeria contaba las grietas en el techo. Setenta y tres. Setenta y tres días, setenta y tres grietas. Su mano yacía sobre su vientre, donde una vida crecía en secreto, un pequeño motín contra la injusticia que la encarcelaba.

¿Sabrías que estás aquí, pequeña semilla de tormenta? ¿Sentirías este miedo que me ahoga?

La memoria de Dante la atravesó como un cuchillo caliente. No el Dante de las sonrisas frías y las traiciones calculadas, sino el de los primeros días: el que le enseñó a distinguir un Burdeos de un Borgoña, el que la sostuvo contra su pecho la noche que su padre murió, el que susurró promesas en la oscuridad que ahora eran vacías.

[…]

“Nunca dejaré que nadie te haga daño, Veli”, había dicho su voz, grave como el terciopelo, mientras sus dedos trazaban círculos en su espalda. Ella, ingenua, había creído que ese “nadie” lo incluía a él.

El chirrido de la reja la devolvió al presente. El policía con cara de pocos amigos era la realidad golpeándole en el rostro.

—Ya es libre, señora Costa.

Las palabras atravesaron la neblina de su mente como cuchillos. Valeria parpadeó, lentamente, como si despertara de un sueño profundo. Su vista se enfocó en el policía de uniforme que la miraba con impaciencia.

—¿Qué… qué dice? —Su voz era un hilillo áspero, desgarrado por el llanto y el silencio.

—Es libre. ¿Acaso no escuchó? —La reja metálica se deslizó con un chirrido estridente que le erizó la piel. El policía hizo un gesto brusco—. Sus familiares la esperan en la salida.

Valeria dudó. Empujó sus palmas contra la fría madera de la banca, esbozando un movimiento que sus piernas se resistían a completar. ¿No sería otra alucinación, un truco más de su mente exhausta? Finalmente, se puso de pie y una marejada de vértigo la sacudió, obligándola a agarrarse del muro. El policía, con cara de pocos amigos, le hizo señas para que lo siguiera.

Avanzaron por un pasillo angosto, donde solo cabía una persona. El eco de sus propios tacones era el tambor que marcaba su fuga, un sonido ridículamente mundano después de todo lo vivido.

Al salir a la recepción, la luz del día se estrelló contra sus pupilas, punzante como un alfiler. Valeria entrecerró los ojos, cegada, y al abrirlos de nuevo distinguió dos figuras recortadas contra el resplandor: una delgada y angustiada, la otra esbelta y serena.

—¡Valeria! —La voz de Sol, la figura delgada, se quebró en un grito contenido. Sus ojos, enmarcados por el rastro salado de las lágrimas, la recorrieron de arriba abajo antes de envolverla en un abrazo que le quitó el aire—. Cuánto te extrañé, hermanita.

Tomás, el esposo de Sol, se unió al abrazo, formando un círculo protector del que Valeria se sentía indigna.

—¿Cómo… cómo lo hicieron? —logró balbucear, su mejilla aún aplastada contra el hombro de su hermana.

—Tomás y yo pagamos la fianza —respondió Sol con una débil sonrisa—. Discúlpanos por haber tardado tanto.

Valeria no supo qué decir. Ningún "gracias" podría saldar esa deuda. Un nudo de emociones le cerró la garganta.

—Vamos a casa —susurró Sol, dándole suaves golpecitos en la espalda.

Afuera, Tomás ya esperaba dentro de su pequeño auto plateado. Sol abrió la puerta trasera para Valeria y luego se acomodó en el asiento del copiloto. El asiento trasero estaba sembrado de periódicos viejos. Valeria, con movimientos automáticos, tomó uno. Las fechas eran de días anteriores a su liberación. Pasó las páginas con lentitud, como si estuviera leyendo en un idioma extranjero, intentando recomponer el mundo del que había estado ausente.

De pronto, la sangre se heló en sus venas.

En la portada, una fotografía suya, tomada desde un ángulo horrible que la hacía ver culpable, ocupaba la mitad de la página. El titular gritaba: "Valeria Costa, asistente del empresario Dante Johnson, es llevada a prisión por uso de identidad falsa".

—Fui famosa por un día o quizás varios, y no pude disfrutarlo —masculló con amargura.

Sol se volvió, alarmada, y le arrebató el periódico.

—Esos buitres no saben nada. Estoy segura de que esa información la filtró la parte afectada. Solo una.

—De todos modos, fui la gran noticia del día —Valeria dejó caer la cabeza contra el cabezal y cerró los ojos, que pesaban como plomos—. Nadie sabrá nunca lo que realmente sucedió.

El auto se detuvo. Sol salió y le abrió la puerta a su hermana, que permanecía inmóvil.

—Valeria, hemos llegado.

—Lo sé. No creas que he olvidado dónde vivimos —respondió ella, esbozando una mueca que pretendía ser una sonrisa.

Extendió una pierna y luego la otra. Cuando Sol le tendió la mano para ayudarla, Valeria vio el reflejo de sus propias ojeras y su palidez mortal en los ojos preocupados de su hermana. Una punzada de culpa ajena le atravesó el pecho.

Tomás sostenía la puerta de la casa. Valeria entró y se dejó caer sobre el enorme sofá crema del salón. Su cuerpo era un fardo de plomo, y sus párpados se cerraban solos, arrastrándola al recuerdo de las noches en vela en aquella celda.




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