El silencio que siguió a las palabras de Dante era una entidad viva, pesada y sofocante. "¿Qué otros secretos...?" Cada sílaba había sido un dardo envenenado, lanzado con la precisión de quien está acostumbrado a jugar con sus presas.
Valeria respiró hondo, permitiendo que el aroma a cera de abejas y madera pulida de su santuario la anclara, llenándola de una fría y absoluta determinación.
—Los únicos secretos que se esconden entre estas paredes —replicó, su voz serena como la superficie de un lago helado, pero con el filo del acero que hay bajo él— son los que hombres como tú entierran en expedientes judiciales. Yo construyo cosas a la luz del día. Con mi nombre. Costa. Algo que tú nunca entendiste.
Hizo un movimiento para recoger los expedientes, un gesto de finiquito, pero la mano de Dante se posó sobre la carpeta, deteniéndola con una presión suave, íntima e irrevocable. El contacto, breve como fue, le erizó la piel.
—Siempre con esa prisa —murmuró él con una nostalgia falsa que ocultaba una afilada curiosidad—. Ni siquiera aquellos tres meses entre rejas lograron domar ese impulso tuyo por huir. —Su mirada se elevó, negra e intensa, buscando una grieta en su armadura—. Es curioso. Lo breve de tu... reclusión demostró lo poco que importabas en el gran esquema. Un escarmiento rápido. Una anécdota en un informe. Y, sin embargo, actúas como una mártir.
Flashback: Setenta y tres grietas serpenteando en la oscuridad. Su propia mano, pálida y temblorosa, sobre el ligero abultamiento de su vientre. El frío del concreto calándole los huesos y la certeza aplastante de su monstruosa injusticia.
El aire le ardía en los pulmones. Él no solo no sentía el más mínimo remordimiento; minimizaba su calvario, lo reducía a una nota al pie de página en su brillante carrera.
—Fueron tres meses demasiado largos para quien no cometió el crimen —dijo, conteniendo un temblor que quería subirle desde las entrañas—. Pero fueron un curso intensivo. Aprendí a oler la traición incluso bajo el aroma de un perfume caro. Fue la educación más valiosa de mi vida, aunque el maestro fuera un verdugo sin escrúpulos.
Alessandra intervino entonces, su voz un filo de hielo pulido que cortó la tensión entre ellos. —Qué drama tan pintoresco. Dante, ¿realmente vamos a perder el tiempo con los rencores mal digeridos de tu ex empleada?
Los dedos de Dante se tensaron sobre la mesa, los nudillos blanqueando por un instante. —Alessandra, esto no te concierne.
—¿No me concierne? —su risa era un arma finamente afilada—. Cuando esta mujer te chantajea emocionalmente justo antes de nuestra boda, ¿no me concierne?
—¡Cállate! —El rugido de Dante hizo estremecer el aire del despacho, vibrando en los cristales de la lámpara. Nunca, en toda su vida pública, lo habían visto perder los estribos de una manera tan visceral. Su mirada, cargada de una advertencia glacial, silenció a Alessandra de inmediato, reduciéndola a una estatua de indignación y sorpresa. Luego, volvió a Valeria, con un interés renovado y peligrosamente personal. —¿Qué estás intentando, Valeria? ¿Qué juego es este?
—No estoy intentando nada. Te estoy diciendo. Tú no "permitiste" nada —replicó ella, cargando cada palabra con el peso de su verdad—. Orquestaste cada movimiento, como el director de orquesta que siempre fuiste. Me ofreciste como el sacrificio perfecto para salvar tu imperio de un escándalo. —Se inclinó hacia adelante, sus ojos, secos y brillantes, destellando con una furia de diamante—. ¿Y el "negocio" incluía deshacerte limpiamente de la asistente que, para tu desgracia, resultó ser un inconveniente con sentimientos? Porque lo lograste, Dante. Te deshiciste de mí. Y ni siquiera te tomaste la molestia de averiguar qué más, qué otra cosa invaluable, te llevaste por delante en tu implacable camino.
La frase, cargada de un rencor que iba más allá de su comprensión inmediata, no fue un misil directo, sino una bomba de racimo que estalló en su mente. ¿Qué más? La pregunta se incrustó en él, buscando respuesta. Dinero, carrera, paz mental... eran daños colaterales conocidos, esperables. Pero el tono de ella, ese dolor profundo, primitivo y recién abierto, hablaba de una pérdida de otro orden, de algo irrevocable y orgánico.
—¿Qué estás diciendo, Valeria? —Su voz no fue el susurro controlado de antes, sino el mandato áspero y quebrado de un hombre que siente el suelo ceder bajo sus pies. Ignoró la mesa que los separaba, dando un paso hacia ella, invadiendo su espacio—. Habla claro. Ahora.
Valeria no retrocedió. Se mantuvo firme, plantada en su verdad como en un territorio conquistado. Una sonrisa amarga y trémula se dibujó en sus labios.
—¿Necesitas que te lo ponga en una presentación, Dante? ¿Con gráficas y cifras del daño? —Su voz se quebró, no de tristeza, sino de rabia pura, largamente contenida—. ¡A tu hijo! Me llevé a tu hijo dentro de mí a esa celda. Esa fue la consecuencia que ni siquiera te molestaste en buscar. La que cargué yo sola.
Hijo.
La palabra, explícita, cruda, sin ambages, resonó en la habitación con la fuerza de una detonación sorda. El aire salió del cuerpo de Dante en un golpe seco, como si le hubieran perforado el diafragma. Todo el cálculo, la estrategia fría, la furia contenida, se desvanecieron de su rostro, reemplazados por un vacío atronador, por un zumbido ensordecedor que lo aisló del mundo. Hijo. Celda. Dos conceptos que nunca debieron coexistir y que ahora se entrelazaban en una acusación monstruosa.
Su mirada, de forma involuntaria y devastadora, se desvió hacia el rincón. Hacia el pequeño tiburón de goma verde, olvidado e inocente. Un juguete. Un objeto ridículo y mundano que de pronto adquirió el peso aplastante, condenatorio, de la evidencia. La prueba tangible de una vida que había florecido en la oscuridad que él ayudó a crear, una vida de la que era responsable y de la que había sido cruelmente ignorante.