El clic de la puerta al cerrarse fue más que un sonido; fue el portazo que sellaba el pasado y abría de par en par el campo de batalla del presente. La guerra que Valeria no había buscado ahora se libraba en el único territorio que le pertenecía, y cada una de sus células vibraba con una adrenalina gélida y letal.
No caminó; se desplazó como un espectro por el pasillo alfombrado, un éxtasis de terror y poder latenado en sus venas. Se desvió hacia el baño de empleados, se encerró en un cubículo y, solo entonces, dejó que los temblores que había suprimido con ferocidad la sacudieran sin piedad, ahogando los jadeos desesperados en el hueco de sus manos.
Lo hice. Se lo dije. Se lo escupí a la cara.
Cinco años. Cinco años levantando, ladrillo a ladrillo, este castillo de arena frente a la marea implacable de su pasado. Todavía pagando los préstamos hasta la última cuota, todavía contando cada centavo para asegurar la pensión de Matti. Pero el pánico, lo sabía, era un lujo que no podía permitirse. Dante Lombardi movilizaría ejércitos de abogados y recursos ilimitados, pero ella tenía un arma que su dinero no podía comprar: lo conocía. Sabía que su primer instinto sería anticipar la huida, tender cerco en los aeropuertos. Así que no huiría. Sería el jaque mate silencioso en la misma apertura del juego.
Cuando los temblores finalmente cedieron, una lucidez glacial, nítida y cortante como un diamante, ocupó su lugar. Sacó el teléfono. No marcó a Sol. Marcó a Tomás.
—Tom —dijo, y su voz tenía la frialdad del filo de un cuchillo—. Prepara el protocolo. Pero no lo actives.
La pausa del otro lado fue breve, cargada de la comprensión instantánea de un ex militar. Tomás no era hombre de preguntas innecesarias. —¿Estás segura?
—Sí. Lleva a Matti a casa de Sol y quédate con ellos. Yo me quedo aquí.
—Valeria, eso es... una locura. Es ponerse en la boca del lobo.
—Es exactamente lo que él no espera —cortó ella, con una calma que no sentía—. Si huyo, soy una fugitiva, una madre inestable que secuestró a su hijo. Si me quedo, soy la empresaria que defiende su territorio de la intimidación de un magnate. La narrativa, Tom, es mi único escudo real.
—De acuerdo —aceptó él, aunque la preocupación gravitaba como plomo en su tono—. Pero el motor estará en marcha las veinticuatro horas. Y yo también.
[...]
Mientras bajaba por la escalera de servicio, su teléfono vibró de nuevo. Sol.
—¿Valeria? Tomás me dijo... ¿que te quedas en el hotel? —La voz de su hermana era un cable de alta tensión a punto de romperse—. ¡Tienes que salir de ahí ahora mismo! ¡Es Dante!
—Es la única jugada inteligente —respondió Valeria, deteniéndose en la penumbra del rellano, donde el olor a limpio y a detergente era un mundo aparte del lujo del lobby—. Si corro, pierdo el hotel, mi credibilidad y le regalo la custodia de Matti en bandeja de plata. Si me quedo, soy la empresaria que enfrenta el acoso de un magnate. La narrativa, Sol, es mi escudo.
—Pero él es Dante... —insistió Sol, con el pánico atenazándole la garganta.
—Y yo soy la mujer que sobrevivió a su infierno y salió con un hijo y un castillo —la interrupción de Valeria fue tranquila y absoluta, como un dogma—. Primero moverá sus piezas legales, intentará asfixiarme con abogados y recursos. Eso me da tiempo. Tiempo para fortificar. Para asegurar que cuando nos vayamos, sea para desaparecer para siempre, sin dejar un rastro que su dinero pueda seguir.
—¿Y Matti? —la voz de Sol se quebró, débil y vulnerable.
—Matti se queda contigo —la decisión le desgarró el pecho, dejando un vacío doloroso—. Es el eslabón más fuerte de la cadena, y el más vulnerable. Tu casa, tu vida estable... es un blindaje que su dinero no puede perforar tan fácilmente. Protégelo.
[...]
Mientras Valeria se dirigía a la salida trasera con el corazón en un puño, Alessandra De la Vega estaba en el jardín privado del hotel, con el teléfono pegado a su oído como una daga envenenada. La brisa primaveral le acariciaba el cabello, pero su rostro era una máscara de furia contenida.
—Samuel —escupió el nombre en el auricular—, no será tan idiota como para quedarse. Revisa aeropuertos, estaciones de tren, cámaras de todas las carreteras principales... —Una pausa mientras escuchaba. Sus labios perfectamente delineados se fruncieron en un mohín de disgusto—. ¿Qué? ¿Sigue ahí? —Una risa cortante, desprovista de toda alegría, escapó de su garganta—. Entonces es más ingenua de lo que creía. O más estúpida.
[...]
Valeria empujó la pesada puerta de servicio de metal justo cuando el SUV discreto de Tomás se detenía en el callejón de carga. Matti estaba ya en su silla, y sus ojos —esos ojos de obsidiana que eran el sello inconfundible de su padre— se iluminaron como dos luceros al verla.
—¡Mami!
Ella lo abrazó con una fuerza que rayaba en el dolor, hundiendo el rostro en la cálida curva de su cuello, memorizando la textura de su piel, el sonido de su respiración, la sensación de sus pequeños brazos aferrándose a su cuello como a un salvavidas. Este era el precio de su valentía. Este desgarro visceral.
—Escúchame bien, mi campeón —susurró contra su piel, acariciando sus suaves rizos castaños—. Te vas de aventuras con la tía Sol. Galletas de chocolate y pelis de dinosaurios hasta que se te caigan los ojos.
—¿Y tú vienes? —preguntó Matti, y ese pequeño ceño fruncido, ese calco perfecto y desgarrador de Dante, le partió el alma en dos.
—Pronto —mintió, sabiendo que era la mentira más necesaria y dolorosa de su vida, una losa sobre su conciencia—. Mami tiene que... terminar un juego muy importante aquí. Un juego de grandes.
Tomás la miró por encima del hombro desde el asiento del conductor, sus ojos reflejando una lealtad inquebrantable. —Todo está listo. Efectivo, documentos alternativos, el auto a punto. Solo da la señal.
—Gracias, Tom —su voz fue apenas un hilo, cargado de una gratitud infinita—. Por ser mi roca en este mar de mierda.