La noche se enroscaba alrededor del Cliffhaven Castle como un manto húmedo, pero en la suite presidencial, convertida en un centro de mando de facto, la luz era cruda, quirúrgica, despiadada. Dante había barrido todo rastro de lujo superfluo; ahora solo reinaban pantallas, documentos y el silbido del aire acondicionado. Luca, su silueta discreta y eficiente, cruzaba datos con la precisión de un cirujano abriendo un cadáver en la mesa de autopsias.
—La propiedad está registrada a nombre de Castle Holdings S.A. —informó Luca, su voz un monocorde perfecto, libre de cualquier emoción que pudiera enturbiar los hechos—. Una estructura opaca, pero trazable. Accionistas mayoritarios: Valeria Costa, con un 51%, y Tomás Andrade, con el 49% restante.
Dante, que observaba el letrero neón del hotel parpadeando en la lejanía como una burla, se giró lentamente. La luz azulada de las pantallas le recortaba los pómulos, afilándolos.
—Tomás Andrade —masculló el nombre como si tuviera un sabor agrio y desagradable en la lengua. El cuñado. El hombre ancla. El rostro amable y estable que había estado allí, cimentando con ella cada ladrillo de lo que él, en su ceguera arrogante, había dinamitado. Un celo primitivo, irracional y profundamente absurdo le serpenteó por las venas, un veneno que no sabía que albergaba.
—El préstamo inicial fue modesto, casi risible para nuestros estándares —continuó Luca, ignorando o simplemente no registrando el torbellino bajo la superficie impasible de su jefe—. Lo verdaderamente notable es la tasa de apreciación. En solo tres años, el valor de la propiedad se ha quintuplicado. Son números de genio, o de desesperación. —Hizo una pausa infinitesimal—. Pero los márgenes de operación son tan ajustados que un solo contratiempo, una sola temporada baja imprevista... podría ser catastrófico.
Eso la hacía vulnerable. La idea, puramente lógica, debería haberle producido una satisfacción fría, la del cazador que identifica el punto débil de su presa. En su lugar, solo sintió el vacío expandiéndose en su pecho, un agujero negro que se alimentaba de cada dato, de cada cifra.
—El niño —la pregunta surgió de sus labios como un cuchillo, cortando de cuajo el hilo dorado de los balances y las proyecciones—. Encuéntrame al niño, Luca. Ahora.
Luca carraspeó, un sonido áspero y raro que era el único signo de incomodidad que se permitía en su profesionalidad férrea.
—Es... complicado, señor. La Sra. Costa ha sido un espectro. No hay registros escolares oficiales, ni fotos en redes, ni huellas digitales en ningún sistema público. —Hizo una pausa calculada, dejando que el peso de la omisión se posara en la habitación—. Pero las compras recurrentes a nombre de Sol Andrade muestran un patrón claro: tallas de ropa para un varón de entre tres y cinco años, marcas específicas de juguetes educativos, fórmulas pediátricas hasta hace un año...
Dante se acercó, sus ojos, negros y febriles, fijos en la pantalla donde se desplegaba una lista anodina de objetos cotidianos que, para él, eran jeroglíficos sagrados de una vida que le habían robado. Cada ítem —"pañales talla 4", "jarabe para la tos infantil", "puzzle de dinosaurios"— era un latigazo de una realidad alterna, una crónica de los días que no había vivido.
—Hay una guardería, "Little Explorers", a tres calles del domicilio de la Sra. Andrade —Luca alzó la vista, encontrando la mirada gélida de su jefe—. Un conductor de Uber reportó un viaje hace dos meses desde esa dirección. La descripción de la pasajera y el niño coinciden. Y en los comentarios internos del conductor... —tragó saliva, un movimiento casi imperceptible— se lee: "Clienta amable con niño de aproximadamente 4 años. Muy hablador, preguntaba por los motores de los coches."
Cuatro años.
La cifra no fue un dato. Fue el derrumbe total de una realidad. Un conductor anónimo, un algoritmo en una app de bajo costo, sabía más de los días, de la curiosidad, de la voz de su hijo, que él en toda su poderosa y vacía existencia. Un sudor frío, ajeno al clima controlado de la suite, le recorrió la espalda.
—Sal —logró articular, con una voz que no era la suya, ronca y quebrada por una emoción que no podía nombrar.
Cuando la puerta se cerró tras Luca, el silencio de la suite se volvió opresivo, físico. Él, Dante Lombardi, el hombre que podía desmantelar imperios con una llamada telefónica, había sido un extraño, un fantasma, en la vida de su propio hijo. Su mirada, perdida, cayó en su muñeca izquierda, donde asomaba desde bajo la manga de su camisa de seda la pulsera de cuero desgastado con una única cuenta de madera oscura. El regalo de Valeria en su primer aniversario. Se la había puesto con desdén entonces, como una concesión sentimental, un adorno sin valor. Y nunca, en todos estos años, se la había quitado.
¿Por qué? La pregunta lo golpeó con una fuerza nueva, desarmante. ¿Era la prueba ambulante de su culpa, una corona de espinas que merecía llevar? ¿Un trofeo perverso de su conquista más vulnerable? O, en la oscuridad que nunca se atrevía a habitar, ¿era aquel desgastado pedazo de cuero el último y patético hilo que lo unía a la única verdad auténtica que había tenido en sus manos y que, en su estupidez monumental, había dejado escapar?
[...]
Mientras, en el apartamento de Valeria
Con Matti finalmente dormido, agotado por tres cuentos consecutivos sobre tiburones héroes, Valeria encendió su laptop. La luz de la pantalla iluminó su rostro, marcado por la fatiga y la tensión. Sus dedos, todavía temblorosos, se cernieron sobre el teclado.
Dante Lombardi. Boda cancelada.
Los titulares de los tabloides digitales escupían teorías salvajes: "¿Cisma en el imperio Lombardi?" "¿Alessandra De la Vega queda plantada en el altar?" Pero su nombre, el de ella, brillaba por su ausencia. Por ahora. Era un frágil manto de invisibilidad que sabía que no duraría.