La voz de Dante en el buzón no era un simple mensaje; era un eco persistente en una cámara de tortura, un recordatorio de que ya no había lugares seguros. "Casa de Sol". Las palabras, secas y precisas, se incrustaron en su mente como balas. Él no solo sabía; tenía coordenadas, tenía el mapa de su vida desplegado sobre la mesa. El pánico, un animal con garras de hielo, le arañó por dentro, buscando una salida en un grito. ¿Llamar a la policía? ¿Para qué? No había un delito que reportar, solo la presión perfecta, insidiosa, de un depredador que conocía cada uno de sus puntos débiles y no dudaría en apretarlos.
Miró hacia la habitación vacía de Matti, la cama aún con la huella de su pequeño cuerpo, recordando el sonido de su respiración tranquila, un ritmo que era la banda sonora de su mundo. O me muestras a mi hijo, o voy personalmente.
Ceder era abrir la puerta de par en par al huracán, invitarlo a arrasar con todo.
Negarse era asegurar que el huracán, enfurecido, demoliera el único refugio verdadero que le quedaba a su hijo.
Una fría determinación, nacida del agotamiento total y del amor más feroz, se apoderó de ella. No había espacio para el miedo ahora. Tomó el teléfono, sus dedos firmes por primera vez en horas.
—Sol —dijo, sin preámbulos, cuando su hermana contestó—. Llévatelo a la casa de la playa. Ahora mismo.
—¿Valeria? ¿Qué pasa? ¿Estás bien? —la voz de Sol era un hilo de preocupación.
—Dante sabe dónde vives. Sabe que Matti está contigo.
Un jadeo ahogado. Un silencio cargado de horror al otro lado de la línea. —Dios mío. Está bien. Está bien. Nos vamos en cinco minutos.
Colgó. Con Matti a salvo, o al menos en camino a un lugar más seguro, respiró hondo, llenando sus pulmones de un aire que ya no parecía envenenado. Luego, tomó el teléfono y redactó el mensaje. Cada palabra fue elegida con la precisión de un cirujano, cada una, un proyectil.
Valeria: Mañana. 4 PM. Jardín privado del hotel. Solo tú. Si veo a un abogado, un guardaespaldas o el fantasma de Alessandra, te quedas sin la respuesta que buscas. Es mi última oferta.
La respuesta llegó en segundos, como si él estuviera esperando, con el teléfono en la mano, la pantalla iluminando su oscuridad.
Desconocido: Aceptado.
La mañana fue un largo y agotador ejercicio de autocontrol. Valeria fue un fantasma eficiente ejecutando rutinas, sonriendo a los huéspedes con los labios mientras por dentro todo era un paisaje de hielo y acero. A las 11:17 AM, una foto de Sol llegó a su teléfono: Matti en la playa, enterrado en la arena hasta la cintura, su rostro iluminado por una risa amplia y despreocupada, el mar como un fondo infinito de libertad. La imagen le dio la fuerza de una leona protegiendo a su cachorro. Era por eso por lo que luchaba.
A las 3:55 PM, estaba en el jardín privado. Un santuario escondido entre muros de piedra, donde el aroma embriagador de los jazmines se mezclaba con el murmullo suave de la fuente de mármol. Un lugar donde las palabras no tenían testigos y las máscaras podían caer. Se colocó de pie junto al agua, las manos cruzadas con elegancia frente a su cuerpo, una estatua de aparente serenidad perfectamente armada para la guerra.
A las 4:00 PM en punto, sin un segundo de retraso, la pesada puerta de madera del jardín se abrió con un suave chirrido.
Dante entró solo. Como había prometido. Sin la armadura de la chaqueta de diseño, sin la corbata que era un lazo de estrangulamiento. Solo una camisa blanca, impecable pero con los puños remangados hasta los antebrazos, mostrando la tensión en sus músculos. Y en su muñeca izquierda, contra la piel pálida, la pulsera de cuero desgastado, un anacronismo patético y fascinante. Su rostro era una máscara de granito pulido, pero sus ojos... sus ojos eran dos pozos de obsidiana en ebullición, traicionando la tormenta interior.
Cerró la puerta tras de sí. El clic del pestillo al caer fue el disparo de salida de un duelo a muerte.
—Valeria —dijo su nombre, y esta vez no sonó a posesión, sino a una confesión arrancada desde lo más hondo.
—Dante —ella no se inmutó, su voz un lago helado—. Cumpliste tu parte.
—Y tú —sus ojos barrieron el espacio vacío a su alrededor, buscando una silueta pequeña que no estaba—. ¿Dónde está?
Ella permitió que el silencio se extendiera, denso y pesado, dejando que la pregunta se pudriera en el aire entre ellos, que la ansiedad lo carcomiera por dentro.
—A salvo —declaró, y cada sílaba fue un bloque de hielo cortante—. Lejos de tu alcance. Donde nunca podrás hacerle daño.
Un tic nervioso en su mandíbula. La máscara de granito se agrietó, mostrando la rabia y la frustración que hervían bajo la superficie. —No juegues conmigo, Valeria. No hoy. No con esto.
—Yo no juego —replicó ella, y avanzó un paso, su voz convertida en un látigo que silbó en el aire perfumado—. Tú sí. Juegas con vidas humanas como si fueran fichas de un tablero. Como jugaste con la mía. —Otro paso, acortando la distancia, desafiando su espacio—. Dime, ¿cómo se siente? Saber que tienes un hijo y que ese hijo te tema tanto que su madre tenga que esconderlo como si tú fueras el monstruo de sus cuentos.
El golpe encontró su blanco con precisión milimétrica. Dante parpadeó, y por un instante fugaz, devastador, se vio al desnudo: no el magnate todopoderoso, sino el hombre cuya propia arrogancia y ceguera lo habían llevado a este precipicio de soledad y remordimiento.
—Yo no... —la voz se le quebró, perdiendo toda su autoridad. Tragó saliva con un esfuerzo visible—. No lo sabía.
—¡Y eso es lo único que puedes ofrecer como excusa? —estalló ella, y la rabia contenida durante años rompió sus diques, inundando el jardín con su amargura—. ¡Tuviste cuatro años enteros para preguntarte! Cuatro años para buscar una verdad que, tal vez, no te convenía encontrar. Pero fue más fácil creer tu propia mentira, ¿verdad? ¡Fue más fácil destruirme y seguir adelante que enfrentar las consecuencias de tus actos!