La cancelación de la boda Lombardi-De la Vega ya no era una noticia; era un incendio forestal devorando los titulares de la prensa económica, los tabloides del corazón y las redes sociales. En menos de una hora, el Cliffhaven Castle se vio asediado por una mancha de periodistas agresivos y curiosos con smartphones. Valeria observaba el caos desde el refugio de su oficina, cada flash de cámara un latigazo en sus nervios ya de por sí destrozados, cada micrófono alzado como una lanza apuntando a su frágil tranquilidad. Una migraña sorda, persistente, empezaba a taladrarle las sienes, el precio inevitable de noches en vela y días de una vigilia constante al borde del abismo. Su propio reflejo fantasmagórico en el cristal oscurecido la confrontaba: ojeras marcadas como moretones, una delgada y tensa línea de amargura alrededor de su boca. Se veía, y lo sentía en cada fibra de su ser, como un animal acorralado que forcejea por aparentar una normalidad que se le escaba de las manos.
Su teléfono, en modo silencioso, vibraba de forma constante e implacable contra la madera pulida del escritorio, como un insecto zumbando. Números desconocidos, contactos de prensa que creía amigos, un mensaje de texto furibundo y clasista de la madre de Alessandra... Lo ignoró todo, deslizando los mensajes a la papelera digital con un dedo tembloroso. Solo había una persona que importaba en ese instante.
Valeria: Apaga tu móvil principal. No hables con nadie. No confíes en nadie. Cámbiate de número hoy. Dante está desesperado y eso lo hace impredecible.
Sol: [Foto de Matti en la playa, la cara manchada de chocolate de un helado, riendo] Está a salvo. Está feliz. ¿Y tú, hermana? ¿Cómo estás TÚ?
La paz absoluta, la inocencia radiante de esa imagen, fue un bálsamo momentáneo en una herida que sangraba sin cesar. Cerró los ojos, imprimiendo la sonrisa de su hijo en su memoria como un talismán.
Mientras, en la suite presidencial, la furia primaria de Dante se había sublimado en una determinación glacial, letal. Su mundo, antes vasto y complejo, se había reducido a un único y obsesivo objetivo: el niño. Su niño.
—Luca —llamó, sin apartar los ojos de las múltiples pantallas que mostraban mapas, flujos de datos y feeds de noticias—. Necesito todas las cámaras de tráfico, seguridad vecinal y comercios. Las que rodeen la casa de Sol Andrade y todas las rutas principales y secundarias hacia la costa en las últimas 48 horas. Revísalas todas.
—Señor, acceder a ese nivel de vigilancia en tiempo real requiere un permiso judicial expedito o... la implementación de métodos menos ortodoxos.
—Usa los que sean necesarios. No me importa el costo ni el procedimiento —cortó Dante, su voz un cuchillo—. Y cruza los datos con cualquier movimiento financiero de Valeria o de Sol. Cuentas, tarjetas, retiros. Todo.
—Lo intenté tras su mensaje. La señorita Costa retiró una suma significativa en efectivo de tres cajeros diferentes ayer. Las tarjetas de crédito asociadas a su nombre y al del hotel están inactivas desde hace días. Está operando en negro.
Dante apretó la mandíbula hasta que le dolió. Ella no solo se defendía; se estaba preparando para una guerra de trincheras, para desaparecer en los intersticios del sistema. Y lo estaba haciendo con una eficiencia que, a pesar de todo, le provocaba un retorcido destello de orgullo. Su Valeria. La que él mismo había entrenado para ser implacable.
Una hora más tarde, Luca regresó con la quietud de un espectro, su tableta como una ofrenda de guerra.
—Encontré algo —anunció, colocando el dispositivo sobre la mesa—. No son solo las cámaras. Cruzando datos de una app de delivery de lujo que usaba la Sra. Andrade, el patrón de consumo cambió radicalmente anoche. Pedidos de comida para dos adultos. Cantidades, ingredientes... no hay rastro del niño. Él ya no está allí. —Deslizó un dedo sobre la pantalla, ampliando un fotograma granulado—. Pero esta cámara de vigilancia de una tintorería en una esquina... captó esto hace doce horas.
Dante se inclinó. El video era de baja calidad, en blanco y negro. Mostraba un auto compacto y gris, anodino, casi invisible. Pero en el asiento trasero, un bulto pequeño, una silueta que podía ser una bolsa, un perro... o un niño dormido. El auto tomaba una dirección clara: la salida hacia la autopista norte. No era una prueba irrefutable, era un espectro, una posibilidad. Pero para un hombre con sus recursos, era más que suficiente para convertir una posibilidad en una certeza.
—¿La matrícula? —preguntó, su voz áspera.
—Borrosa. Los técnicos están trabajando en la limpieza de la imagen. Pero, señor... —Luca dudó, un raro titubeo en su usualmente imperturbable fachada—. Mientras trabajaban en eso, recibí una llamada. De la oficina de Samuel Robles.
El nombre resonó en la lujosa suite como el amarillamiento de un arma. Santiago Robles. El tiburón legal más despiadado, caro y efectivo del país. Un hombre que no litigaba, sino que aniquilaba.
—¿Qué quiere? —preguntó Dante, aunque ya lo sabía, sintiendo el sabor amargo de la anticipación en la boca.
—Dice representar a la señorita Valeria Costa. Y que, cito textualmente, "ante la inminente y legítima demanda de reconocimiento de paternidad y custodia que mi cliente prepara, toda comunicación concerniente al menor Matteo Costa Lombardi debe canalizarse exclusivamente a través de este despacho so pena de denuncia por acoso".
Un silencio sepulcral cayó sobre la habitación. "Matteo Costa Lombardi". El nombre completo de su hijo, su propio apellido unido al de ella como un estandarte, usado no como un gesto de unión, sino como un escudo legal, un recordatorio de su paternidad utilizada en su contra. Valeria no solo se defendía. Establecía los términos de la guerra desde el minuto cero, reclamando una realidad que a él le había tomado por asalto y convirtiéndola en su primera línea de defensa. Era un movimiento brillante y despiadado.