La silueta de Dante se fundió con la oscuridad de la calle, pero su presencia, la intensidad de aquella última mirada ascendente, quedó grabada a fuego en la retina de Valeria, una quemadura psíquica que no cedía. Comprendió entonces que mirar por la ventana no había sido un descuido; había sido la constatación brutal y definitiva de que su mundo se había reducido a los límites asfixiantes de aquel hotel, con un depredador paciente y obsesivo acechando más allá de sus muros, dueño absoluto del exterior.
Pasó la noche en vela, dando vueltas interminables en el incómodo sofá de su oficina, cada crujido del edificio, cada rumor lejano, hacía que su corazón se estremeciera como un animal asustado. Al amanecer, con los párpados hinchados y el cuerpo pesado como si estuviera lleno de plomo fundido, tomó la única decisión que su instinto maternal le gritaba. No podía quedarse allí, convertida en un blanco estático, esperando su próximo movimiento. Tenía que moverse. Tenía que ver, tocar y abrazar a su hijo.
Utilizando una identificación antigua que conservaba por si acaso y una gorra de una empresa de reparto que solía usar para moverse de incógnito en sus primeros tiempos, salió por la puerta trasera del garaje de servicio, deslizándose como una sombra entre los contenedores de basura y esquivando a los pocos pero persistentes periodistas madrugadores. Tomó un taxi hasta una estación de tren en las afueras y desde allí, abordó tres convoyes diferentes, zigzagueando hacia la costa en un tortuoso y agotador juego de evasión. Cada kilómetro que la alejaba de la ciudad era un suspiro de alivio que inmediatamente se ahogaba en el pantano de la ansiedad, preguntándose qué nuevo frente de batalla podría encontrar al llegar.
Mientras tanto, en la suite del hotel, Dante recibió la noticia con una mezcla de frustración aguda y un sombrío, resentido respeto. Valeria había esquivado su vigilancia, burlado el cerco con la astucia de quien conoce cada grieta del sistema.
—Se fue, señor. No sabemos el cómo exactamente —informó Luca, su imperturbabilidad profesional ligeramente resquebrajada por el fracaso—. Cámaras, sensores... nada. Es un espectro.
—No importa el método —Dante se pasó una mano por el rostro, la falta de sueño y la tensión constante empezaban a tallar surcos alrededor de sus ojos—. Sabe que no puede esconderse para siempre. El tiempo juega a nuestro favor. Robles. ¿Qué hemos averiguado de él?
—Es tan bueno —y despiadado— como dicen. Y su tarifa refleja esa reputación. —Luca consultó sus notas—. Su punto flaco son las mesas de póker de alto stake en Macao y Montecarlo. Acumula deudas de juego que incluso para él son significativas. Está, por tanto, extremadamente motivado para ganar este caso y cobrar su sustancioso honorario.
—Bien —una sonrisa fría, carente de todo humor, se dibujó en sus labios—. Eso lo hace predecible. Programa una reunión con él. Esta misma tarde. En su despacho. Dile que tengo una oferta que, dadas sus circunstancias, no podrá rechazar.
La casa de la playa era un refugio de madera clara y grandes ventanales escondido entre una arboleda de pinos que llegaba hasta la arena. Al ver su silueta familiar entre los árboles, Valeria sintió que una cuerda muy tensa que le oprimía el pecho se aflojaba por fin. La puerta se abrió de par en par antes de que pudiera llamar y Matti se lanzó a sus brazos como un torrente de energía pura y amor incondicional.
—¡Mami! ¡Mami! ¡Construí un castillo gigante con foso y todo!
La abrazó con toda la fuerza de sus pequeños brazos, enterrando su cara en su cuello, y Valeria sintió que el mundo, por un instante milagroso y robado, volvía a tener un centro de gravedad, un sentido. Detrás de él, Sol estaba pálida, con el rostro marcado por una preocupación que había traspasado lo racional para instalarse en el territorio del puro instinto protector.
—Dime que no has hecho ninguna locura, Valeria —su voz era un hilo cargado de temor y advertencia—. Dime que no le has declarado la guerra de frente.
—He contratado a Santiago Robles —soltó Valeria, sin preámbulos, mientras acariciaba el suave cabello de Matti, bebiendo su esencia como si fuera elixir.
El nombre cayó entre las dos hermanas como una losa de granito. Sol palideció aún más, si cabía, y se llevó una mano involuntaria al pecho.
—¿Santiago Robles? Dios, Valeria... —su hermana tragó saliva con dificultad—. ¿Tiene que ser él? Ese hombre no es un abogado, es un bulldozer con un traje de Armani y una tarifa de seis cifras. —Se acercó, bajando la voz hasta convertirla en un susurro urgente—. Lo entiendo, de verdad, te juro que lo entiendo. Pero jugar con las mismas armas que Dante, usando a alguien como Robles...
—¿Qué otra opción me queda, Sol? —la voz de Valeria se quebró, mostrando la profunda grieta de desesperación en su armadura—. ¿Esperar sentada a que llegue con una orden judicial y se lo lleve? No voy a permitir que Dante Lombardi se lleve a Matti. No después de... después de todo. —El "todo" contenía la celda, la soledad, el abandono, el miedo.
Sol la miró, y por un momento, en sus ojos no hubo reproche, solo el dolor compartido, la sombra larga de una verdad que ambas habían cargado en silencio desde el principio: la de un hombre cuya sombra era tan alargada que, incluso años después, seguía envolviéndolo todo.
—Lo sé —susurró Sol, tomando la mano de su hermana y apretándola con fuerza—. Lo sé. Pero ten cuidado. Contratar a Robles no es un movimiento defensivo. Es una declaración de guerra total. Sin cuartel. Y Dante... Dante no se va a rendir. Se va a enfurecer.
—Que no lo haga —respondió Valeria, con una frialdad que no sentía en el fondo de su corazón, pero que necesitaba proyectar como un escudo más—. Porque esta vez, yo tampoco pienso hacerlo.
Esa misma tarde, en el imponente despacho de Santiago Robles, con vistas panorámicas al distrito financiero, los dos titanes se midieron el uno al otro. Robles, un hombre de cincuenta años con una sonrisa de cocodrilo bien alimentado y un traje que costaba más que el auto de Valeria, recibió a Dante con una cortesía gélida, calculada.