La derrota en el despacho de Robles le sabía a hiel y cenizas, una mezcla amarga que le abrasaba la garganta. Dante condujo sin rumbo fijo por la ciudad, la mente un torbellino de rabia impotente y una frustración que le mordía las entrañas. El eco de las palabras del abogado—"Le deseo suerte. La va a necesitar"—resonaba como un latigazo en su conciencia, cada vez más fuerte. Valeria no quería su dinero; quería su aniquilación legal, borrarlo del mapa de la vida de su hijo con la frialdad de un borrón y cuenta nueva. Y Robles, con su sonrisa de cocodrilo bien alimentado, era el verdugo perfecto para esa tarea.
En un semáforo en rojo, su mirada, nublada por la furia, se posó sin querer en un pequeño parque de vecindad. Niños correteaban con una energía infinita, sus risas agudas y libres atravesaban el cristal blindado de su automóvil de lujo como si fuera papel. Uno de ellos, un niño de cabello oscuro y despeinado y unos pantalones rojos brillantes, se tropezó con sus propios pies y cayó de bruces sobre el césped. Una mujer joven, su madre, se apresuró a levantarlo, consolándolo con palabras suaves mientras le limpiaba las lágrimas con el borde de su falda. El niño alzó la cara, enrojecida por el llanto y la vergüenza, y por un instante devastador, paralizante, Dante vio sus propios ojos, el mismo gesto de frustración testaruda que su madre le recordaba que tenía de pequeño.
Un dolor agudo, físico, como el filo de un cuchillo, le atravesó el pecho, tan intenso que jadeó y apretó el volante hasta que los nudillos se le pusieron blancos y doloridos. Matti. En algún lugar, su hijo existía, respirando, riendo, tropezando, y él no solo era un extraño, sino el enemigo, el antagonista en la historia de su propia vida. La ley, a través de Robles, estaba institucionalizando esa narrativa, y la rabia dio paso de golpe a un pánico visceral, a un vacío que lo succionaba todo.
Cegado por una necesidad primaria que ya no podía contener, una fuerza que le brotaba de las entrañas, pisó el acelerador a fondo en cuanto el semáforo cambió a verde. Tomó la carretera hacia la costa, el motor del potente automóvil rugiendo como el animal acorralado y herido que se sentía. Luca le había dado la dirección de la casa de la playa horas antes, un dato más en un informe, pero que ahora era un imán irresistible. No tenía un plan, solo la desesperada, irracional urgencia de ver, aunque fuera desde lejos, a través de una ventana, una prueba tangible, física, de que aquel niño, su hijo, era real y no un espectro que lo atormentaba.
En la casa de la playa, la atmósfera era una tensa y frágil tregua. El aire salado y el ritmo hipnótico y constante del mar aportaban una falsa sensación de paz, como una manta fina sobre un volcán a punto de entrar en erupción. Matti dormía una siesta profunda en su habitación de arriba, agotado por una mañana entera dedicada a la construcción épica de castillos de arena con foso incluido. En la cocina, bañada por la luz del atardecer, Valeria y Sol hablaban en voces bajas, como si elevar el tono pudiera quebrar el precario equilibrio.
—No puedes quedarte aquí para siempre, Val —Sol frotaba sus sienes con dedos temblorosos, como si pudiera masajear la preocupación que le nublaba el pensamiento—. Robles tendrá que presentar los papeles en el juzgado, y cuando lo haga, todo esto... todo esto se hará público. La prensa será un infierno.
—Lo sé —respondió Valeria, abrazando su taza de té ya frío como si fuera un talismán—. Lo sé. Pero necesito... necesito solo un par de días. Un par de días para respirar sin sentir que cada sombra, cada coche que se detiene, es él...
Un golpe seco, contundente y urgente en la puerta principal las hizo enmudecer de golpe, helándoles la sangre. No era el suave llamado de un vecino. Era un impacto violento, repetitivo, que estremeció la madera de la puerta en su marco y reverberó en el silencio de la casa.
Se miraron, el pánico fluyendo entre ellas en una corriente eléctrica y silenciosa. Valeria se acercó a la ventana lateral con la sigilosa lentitud de un felino, corriendo la cortina de lino apenas un centímetro, lo justo para escrutar el exterior. Y lo vio. La sangre se le heló instantáneamente en las venas, convirtiéndola en una estatua de hielo.
Dante. Pero no era la figura impecable y controlada del hotel, el ejecutivo de traje caro. Estaba desencajado, transformado por una tormenta interna. Su cabello, siempre perfectamente peinado, estaba revuelto por el viento y tal vez por sus propias manos; su camisa blanca, arrugada y salpicada de salitre, como si se hubiera apoyado en la barandilla de un muelle. Golpeaba la puerta con la palma de la mano abierta, con una fuerza que era a la vez súplica desesperada y amenaza primal.
—¡Valeria! —su voz, ronca y quebrada por una emoción cruda, llegó nítida hasta la cocina, desgarrando la paz artificial—. ¡Sé que estás ahí! ¡Abre! ¡Solo quiero hablar! ¡Déjame verte!
—Dios mío —susurró Sol, aferrándose al borde de la mesada de la cocina, los nudillos blancos—. Está... está fuera de sí. Está loco.
Valeria sintió el miedo, un líquido gélido que le recorría la columna vertebral. Pero bajo el miedo, surgió de las profundidades de su ser una furia protectora, feroz e incandescente. Él había violado este último santuario, había manchado con su presencia el único lugar donde Matti podía sentirse seguro.
—Llama a la policía —le ordenó a su hermana en un susurro filoso, cargado de una urgencia absoluta—. Yo lo distraigo. No dejes que Matti baje. Pase lo que pase.
Antes de que Sol pudiera protestar o detenerla, Valeria giró el picaporte con un movimiento brusco y abrió la puerta de golpe, enfrentándose a la tormenta.
Dante detuvo su mano en el aire, paralizado por su aparición repentina. Los dos se miraron, separados por el simple umbral de la puerta, pero por un abismo infinito de traición, dolor y años de silencio. Respirando con dificultad, como dos boxeadores exhaustos al final del asalto decisivo.