No lo vayas a olvidar Felipe

No lo vayas a olvidar Felipe

No lo vayas a olvidar Felipe.

No vayas a olvidar nada Felipe, decía mamá con una sonrisa lozanamente calurosa; el ambiente estaba agitado y comprimido, propio de estos meses de fiesta. El parloteo de pasos al caminar, candorosas risas de niños, se producían armoniosamente. Mamá vestía un blanco esquimal que caía sigilosa desde sus hombros y un sacón negro para este frio fugaz; sus ojos pintados de violeta producían una calma perecedera. Recorrimos el mercado central de la ciudad en busca de diversos accesorios navideños. Cada año nos sorprendía la magnificencia y creatividad de estos objetos; desde luces navideñas que cantaban a viva voz moviéndose los colores en un zigzagueo ideal, hasta variados árboles de navidad adornados hasta los dientes por bolas navideñas, cintas y moños de variados colores que relucían petulantemente a los ojos de cualquier estupefacto comprador.

En la pieza superior del emplazamiento, se podían percibir los maravillosos pesebres de Belén realizados con una creatividad excepcional por parte de los comerciantes de la fervorosa ciudad. Mamá compró un maravilloso ejemplar: era un hermoso pesebre, de un brillo incandescente como el sol, rodeado de una densa maleza oscura. Presentaba tres escalones pintados por un negro azabache; contaba también con místicos altares donde estarían divagando risueñamente los ángeles al ver el nacimiento de Jesús.

Unos pasos adelante, pude divisar un peculiar pesebre; este no contenía los tradicionales animales del Señor. En él se encontraban perros, perros en lugar de vacas, ovejas o uno que otro santo cordero, aquellos rodeaban osada y embravecidamente al hijo de Dios. Sentí un punzante frío en el alma y un miedo inusitado invadió mi mente; dejándome absorto, busqué con desesperación los ojos candorosos de mamá. Quedé perplejo al verla, ella sollozaba lánguidamente; de manera súbita, el pesebre ardió en llamas, se oían fatuos sollozos de niños, ladridos de perros cada vez más recios y burlescos, se percibió a lo lejos un traqueteo de balas, la gente corría despavorida y sin dirección , empujándose unos a otros. Busqué consternado nuevamente los luceros de mamá. Ahora ella no llevaba un vestido esquimal, ahora lucía un rojo turbio escarlata que crecía desde su pecho y se expandía cada vez más; el ambiente se llenó de un denso azufre, aquel que nos asfixiaba tenazmente. Mamá me tomo de la mano, sudada de un denso frío, concentró sus ojos glaciales sobre los míos y solo atinó a decirme no lo vayas a olvidar Felipe, no lo vayas a olvidar.

***

Usted se hará cargo de este quimérico y patético caso, teniente Cárdenas, rio holgada y grotescamente, el coronel Parra. Tenía una mirada tosca, de desprecio; en su facción se percibía al hombre rudo y soberbio cansado de vivir. Refunfuñó entre dientes que este sería un caso fatuamente difícil. Ya habían pasado incontables años sin una respuesta finiquitada. Finalmente, agregó: “espero que este preparado teniente”, y rio de nuevo, esta vez como una hiena.

“Lo hemos elegido a usted por su perspicacia y falta de emociones. En estos meses de fiesta, nadie desea hacerse cargo de nada”, decía Parra mientras fumaba y tocaba algunos vellos de su mentón.

Cárdenas no se intimidó. Era un sujeto sobrio, ingentemente huraño, con una mirada pícara a veces cargada de cierta alevosía, con una postura firme como de un roble;  Atinó simplemente a afirmar con la cabeza; se despidió del coronel con todos los requerimientos del caso, finalmente salió.

Las amplias calles explotaban de gente presurosa que pululaban en el ir y venir. Las bocinas de los autos se estremecían tácitamente. Hoy era noche de navidad y el ambiente estaba compugnado por un coágulo de emociones. El bullicio no lo desconcertó, estaba acostumbrado. Cruzó la plaza principal sin ser visto, percibió trivialmente las casas de la ciudad. Creyó reconocerse en una de ellas ¡bah!, vaciló , eso nunca habría de pasar. Se corría vilmente el olor del pavo recién horneado. Sintió hambre, no había comido en todo el día; súbitamente divagó, recordó los años trémolos de su infancia, a su padre siempre tan gélido y distante, a él esperando con emoción los regalos de Navidad, a ese cúmulo de niños tan lóbregos, tan solos, tan hijos de Dios.

Aquel cuerpo indómito de roble languideció, creyó desvanecerse y caer de bruces sobre el infierno. Se sintió estrujado por una mirada, alguien lo había estado observando. Buscó esos ojos espectrales firmemente disuasivos; divisó entonces a una menguada anciana; esta vestía menesterosamente, tenía el rostro demacrado y alicaído que denotaban los años fatuos duros del vivir; finalmente , ella sonrió.

***

Desperté de improviso y exaltado. En el ambiente se había suscitado el miedo; aún estaba presente el flatulento olor azufre; escuche que me llamaban, ¿eras tú mamá? Esta vez no lo habría de olvidar.




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