Domingo 9 de septiembre
En el momento que el despertador suena, a las 6:30 de la mañana, Matías ya tiene los ojos abiertos. Estira el brazo para apagarlo.
Se despertó hace más de una hora, inquieto, nervioso y esperanzado. Por su mente desfilan imágenes de lo que puede pasar ese día. De ganar el partido, hablará con ella, obtendrá su número, la invitará a tomar un licuado o un helado. No, de ganar no, cuando lo ganen.
Pero las posibilidades son tantas.
Aunque ganen, quién le asegura que estará en el estadio, que no es novia de Rivera, que le interesa algo más que una amistad con él, que cumplirá el trato de darle su número. No, no debe dudar de ella, no después de anoche.
Y es que anoche la vio por cuarta vez. No se atrevió a hablarle, en parte por mala suerte y porque se sintió sobrepasado por su presencia. Pero se sonrieron, él a ella y ella desplegó esa maravillosa sonrisa para él.
Fue en la iglesia. Es normal que en las iglesias evangélicas los fines de semanas las hermanas armen ventas de antojitos y bebidas. Fue con Francisco, como no podía ser de otra manera. La sorpresa fue ver a la joven de la sonrisa mágica tras el mostrador, atendiendo a los clientes. No era la primera vez que iban a merendar a esa iglesia, pero sí que fue la primera ocasión que estaba ella allí.
Esperó a que la chica quedara libre y se acercó. Había varias mujeres más, pero a Matías sólo le interesaba que le atendiera ella. Torpe como era, otro joven se le adelantó y una mujer algo mayor se acercó por su lado y le preguntó qué quería, ni modo de decirle que esperaría a que la chica de cabello ondulado se desocupara. Juraría que vio a la chica sonreír (aunque intentaba ocultarlo) con algo de sorna por su torpe fracaso de ir con ella. Pero no le molestó, al contrario, ¿cómo te molestas con alguien que sonríe así?
Francisco no fue tan indulgente. Se empezó a reír mientras él pedía, y cuando fue con él haciendo malabares con las tostadas y los refrescos, todavía lo seguía haciendo. Se ganó que por accidente una parte del refresco se derramara en su camisa.
Permaneció cerca de media hora por allí, sus miradas se cruzaron varias veces más, siempre acompañadas de sonrisas. Al final se marchó porque se dio cuenta que las mujeres mayores lo miraban con el ceño algo fruncido, como si supieran que estaba allí cómo un ave rapaz vigilando su presa. Se sintió avergonzado y se marchó, aunque reticente.
Por cómo le había sonreído tenía que pensar que lo único que tenía que hacer era ganar el partido.
¡Ja! Lo único, como si fuera tan sencillo.
Se levantó y fue a preguntarle a madre si ya estaba el desayuno. Luego al estadio. ¡En busca de la felicidad!, no, sería más apropiado ¡En busca del número de la chica de la sonrisa mágica! Sonríe por tamaña tontería, no sería un buen título para una película ni para un libro.
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Al igual que Matías, ella también ha despertado antes de que suene el despertador, y eso que el suyo estaba programado para las seis de la mañana. Cuando el despertador suena, tiene todo listo. Mochila con cuadernos, su laptop, la ropa, perfume… todo.
Cuando baja a la sala, esta se encuentra vacía, pero en la cocina puede escuchar el ruido que hace su madre trajinando. Deja la mochila en el sofá y va a la cocina. Lleva puesta ropa informal, para que no sospeche. Carmen no está segura de porqué no le cuenta, por lo menos a madre, que va a buscar a Matías. Aunque puede que sea porque ya les contó que terminaron y no les parecería que su hija haga locuras por un muchacho.
―Mmm, ¡qué rico huele! ―dice.
Los nervios no le permiten al apetito imperar, no obstante se obliga a tomar una taza de café con leche y a comerse un panqueque.
―¿Tan temprano te vas? Si no son ni las siete.
―Uff, no sabes la de tareas que nos han dejado. Cuando tú estudiaste ¿no sentiste que a veces los profesores se confabulaban para hacer tu fin de semana miserable?
―Sé de lo que hablas hija.
Un mensaje de Maribel avisando que ya está afuera.
―Mari ya está acá, mamá. Me tengo que ir ―un abrazo, un beso en la mejilla, la esperanza de que eso le de suerte―. Le recuerdas a papá que regreso hasta tarde y que no esté fastidiando con la llamadera.
―Claro, hija. Yo le digo.
La mujer la mira salir de la cocina, pasar por la mochila y salir gritando a su amiga a través de la puerta. Una sonrisa nostálgica asoma a sus labrios. Recuerda a la niña que fue ayer, piensa en la jovencita que es hoy e imagina y teme el momento en el que abandone el nido.