No me digas adiós

Capítulo 46

Sábado 15 de septiembre

Lo que más daño le causó por la mañana fue su sonrisa. La sonrisa más franca, genuina y repleta de esperanzas y felicidad que ha visto en mucho tiempo, quizá la única. No tiene nada de malo ver a alguien feliz, excepto cuando quieres a esa persona y sabes que el motivo de esa felicidad no eres tú.

Porque para Andrea quedó claro que la sonrisa de Matías no era por ella. Peor aún, cuando lo miró en el desfile esa sonrisa se petrificó hasta terminar desapareciendo. «Al menos se siente culpable», piensa. Pero no fue un consuelo.

El resto de la mañana fue un calvario. Apenas terminó el desfile se fue a casa. Matilde intentó convencerla de quedarse, de que fueran a divertirse, pero una vez vio su rostro, la chica dejó de insistir y se fue con ella. Para la tarde su amiga había logrado sustraer parte de su tristeza y la había disipado. Fue de esa guinda que la convenció para llevarla a las actividades de la tarde.

Lo que más daño le causó por la tarde fue comprobar el motivo de su sonrisa. Lo sospechaba, era casi una certeza. No por ello el golpe fue menos demoledor. Estaba con esa chica, Karolina, en las gradas del estadio. Casi escuchó el crujido de su corazón al hacerse mil pedazos, a la vez que sus esperanzas se esfumaban como el rocío de la mañana se evapora con la salida del sol. No le pareció mal la analogía. «Mis esperanzas el rocío y ella, el sol». Muy a su pesar sonrió con amargura.

Lo peor de todo es que no tiene derecho a sentirse así y ninguna razón para reclamarle algo al chico. Todo ha sido su culpa. Fue ella la que se ilusionó, fue ella la que confió en que siendo buena amiga llegaría a ser algo más, fue ella la tonta. Ni siquiera está enojada, a no ser con ella misma, solamente triste.

Andrea se queda un momento de pie, viendo a la pareja causante de su desgracia reír, y charlar, sin apenas mirar la carrera de cintas. Están tan absortos en ellos mismos que ni el chico repara en la joven morena que clava su mirada triste en él, ni la chica ve al joven que en ese momento clava una argolla con su lapicero, llevándose una salva de aplausos del resto de asistentes.

Andrea gira sobre sus pies y se aleja de todo aquel barrullo, dispuesta a marcharse a casa. En esos momentos sólo le apetece llegar a su cuarto y echarse a llorar.

Cuando se dejó convencer por Matilde se dijo que iba con la intención de distraerse. Tras ver a Matías comprobó la falsedad de lo que se prometió: quería ver a Matías, quería comprobar sus sospechas. Más malo que bueno, ya obtuvo su respuesta. Bien dicen que el que busca, encuentra.

El sonido local grita el nombre del siguiente jinete, pero la chica apenas oye. Se ha alejado del foco central y se sienta en una tosca banqueta de hormigón bajo la sombra de un caulote, en la esquina más alejada de todo, sin terminar de salir del terreno que corresponde al Estadio Municipal.

La joven mira a los lados. Está sola. Poco más de cien metros más allá, la gente se arracima para mirar a una veintena de jinetes competir en la carrera de cintas sobre una improvisada pista. La chica los oye vociferar, aplaudir, los ve alzar los puños, gritar una y mil groserías y otras tantas alabanzas. Todos contentos, todos felices, ajenos a la congoja que estruja su corazón.

Y de pronto no puede más, y el llanto la desborda. No es el llanto silencioso al que está acostumbrada, aquel cuyo único testigo suele ser la almohada. Este es un llanto feroz, acuciante, que hace que su cuerpo se contraiga por el dolor y la pena… y rabia. Rabia porque está allí sola, lejos de todos, mientras cien metros más allá todo el mundo se divierte y es feliz, incluso Matilde que se quedó tonteando con un chico que le gusta.

Por un momento los odia a todos y desea de todo corazón que se mueran. ¡Sí, que se mueran, porque ríen mientras ella llora con el rostro enterrado entre sus manos!

―¿Estás bien?

Hay un joven frente a ella, el chico sostiene una lata de cerveza en su mano y la mira. La chica siente vergüenza por ser descubierta en aquel estado. Conoce al muchacho.

―Pensé que estaba sola ―dice, secándose de manera apresurada las lágrimas. Los hipidos y los espasmos continúan―. ¿De dónde apareciste?

El chico señala arriba. «Claro, el caulote». Se sienta a su lado y se termina de un trago una Gallo, tampoco se le ve muy animado. Deja la lata en el suelo y saca otra de una bolsa de nylon que lleva en la otra mano. Se la ofrece a Andrea. La chica mira horrorizada la cerveza. Luego, sin tener claro por qué, alarga la mano y la toma. Para todo hay una primera vez.

―Salud ―dice el joven, que saca otra lata de Gallo.

Andrea abre la lata y le da un trago, no sin antes titubear, a su cerveza. El sabor es amargo. Ya le habían dicho que la cerveza era amarga, pero no imaginaba que tanto. Se atraganta y tose. El joven la mira y sonríe, cómplice. Andrea le devuelve la sonrisa. No se siente fuera de lugar, sino acompañada. Tampoco tiene ya vergüenza de que la encontrara llorando. En los ojos del chico se refleja la misma tristeza que la acongoja a ella.




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