No me digas adiós

Capítulo 65

Sábado 29 de septiembre

La semana ha trascurrido sin novedades para la joven pareja y la pelea del fin de semana anterior parece enterrada de manera definitiva. No ha habido más mensajes de números desconocidos y los jóvenes se convencen más y más que están hechos el uno para el otro. Están convencidos que su amor de juventud es uno de esos raros que duran para toda la vida.

Se han visto todas las tardes. El joven siempre espera a su chica de la sonrisa mágica a las afueras del instituto, sentado en esa banqueta del parque que tan buenos momentos le ha deparado.

Tres de las cinco veces ha tenido que esperarla solo, sin más compañía que sus ilusiones, amor y muchas ansias por verla atravesar el vano del portón, sonriendo con esa sonrisa que robó su corazón desde el instante mismo que la vio por primera vez.

Adora esos momentos, que vestida con su monótono y nada colorido uniforme escolar le mira al otro lado de la calle, adora cómo le sonríe y cómo camina hasta él, nerviosa todavía a pesar de las semanas que llevan juntos. Entonces la abraza, a veces con la mochila todavía en la espalda de la joven, otras veces la pone en la banqueta para sentir la piel de su espalda a través de la blusa, le da un casto beso, nada rimbombante, la mira, sonríe cómo idiota y le dice que la ama.

Se ha convertido en su ritual las tardes de esa semana. Y confían en que lo seguirá siendo durante las semanas que restan de clases, que solamente son dos.

En una ocasión la joven se sentó a su lado, pero les incomodó las miradas del reguero de estudiantes que continuaba saliendo del instituto, así que se fueron al otro lado del parque. Simplemente caminan, charlan de cosas insustanciales. Lo que importa es la presencia del uno para el otro.

El miércoles se detuvieron en la heladería, aquella en la que por fin tuvieron esa charla largo tiempo anhelada, y esta vez no compartieron una banana split sino que se pidieron un sundae cada uno, el de la joven de fresa y el del chico de chocolate

Al instante siguiente estaban anotando palabras en las servilletas y soltando pistas al otro para que intentara adivinarlas. En esta ocasión no se centraron en el fútbol, sino en cualquier cosa. El ganador fue Matías, y como premio se llevó un beso que casi lo deja sin respiración. Sospechaba que la chica lo dejó ganar.

En cada una de esas cinco ocasiones acompañó a la joven a su casa solo. Alejandra (Karol nunca lo mencionó, pero Matías supuso que habían llegado a una especie de acuerdo) siempre se iba con Kevin, con el que afortunadamente Matías ya no había coincidido. No intentó engañarse diciéndose que si aumentaban el trato terminarían cayéndose bien o incluso siendo amigos.

Eran novios de dos mejores amigas, y cualquiera podía decir que por ende eran amigos, pero nunca alguien que los conociera.

Por su parte, Francisco, las dos veces que lo acompañó, siempre desaparecía cuando las puertas del instituto se abrían, para dejar solo a su amigo. En las otras ocasiones que no le hizo compañía siquiera en el parque, fue porque se iba a dar una vuelta con Andrea, con la que todavía eran amigos, pero quien los veía siempre disentía.

Todo estaba sucediendo de tal manera que nadie apostaría uno contra mil a que ese sábado 29 de septiembre las cosas podían cambiar. Y es que, según amaneció y por la forma que transcurrió la mañana, nada hacía presagiar que el idilio de aquélla joven pareja de enamorados pudiera tomar otro derrotero que no fuera el de la absoluta felicidad.

Pero el destino, o esa ambigüedad que solemos llamar destino, tiende a ser caprichoso e incomprensible.

 

―Parece que todo está bien ―reconoce Carolina a su hija.

La joven sonríe de oreja a oreja.

Ha llevado a cabo al pie de la letra las tareas que le ha encomendado su madre. No es que fueran especialmente difíciles. Sonríe porque han resistido la mirada crítica y escrutadora de su progenitora, y porque sonreír enerva a su madre. Sabe que la ama de casa no termina de aceptar a Matías y espera cualquier fallo para prohibirle verle al menos un día.

¡Cómo no va a sonreír si sabe que aquel no será ese día!

―Hoy yo me hago cargo del almuerzo ―comunica Carolina.

―Pensé que lo prepararía yo.

―¿No dices que tienes muchas tareas?

La joven sonríe más ampliamente, si cabe, abraza a su madre y le estampa un sonoro beso en la mejilla.

―Sí, demasiadas ―reconoce la chica―. Me voy a poner en ello.

―Anda, ve.




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