Hacían cuatro días que habían muerto. No lloré hasta que llegué a casa de Catrina. Corrí a sus brazos y le lloré. Le conté todo. Catrina me preparó un té de hierbas tranquilizantes y una sopa de marisco, su especialidad.
Esa noche no pegué ojo.
Al despertar, le lloré a Hécate, a Catrina, a la vela que encendí para ellos. Lloré demasiado. Cuando encontré una cabaña, la pagué y empecé de cero. Estaba vacía, no había grimorios ni libros, ni especias u hierbas medicinales. Tampoco estaba mi altar. No había nada, y no tuve la necesidad de restaurar nada.
Coloqué los vestidos que había podido salvar en el armario y me tumbé en la cama.
Me quedé así el día entero. Tumbada. Al día siguiente tampoco me moví. Ni al otro.
Hasta que oí el crujido de la madera de la entrada.
Me levanté corriendo, yo había cerrado la puerta, y lo vi. Vestía la misma ropa, tenía la misma sonrisa de siempre. Era él.
Edrea hizo aparecer una escoba y me miró cruzándose de brazos.
Reí y comencé a limpiar a su lado. Cuando terminamos, Edrea me abrazó. Noté el frío en mi cuerpo. Noté la falta de calor. Pero Edrea me estaba abrazando.
Negué con una sonrisa mientras me sentaba en el suelo atenta a él. Podía estar horas escuchándolo. En otra vida, seríamos hermanos. Los mejores, el uno para el otro.
Reí y lo miré. Edrea. No se iba a ir.
Negué con una sonrisa. Edrea se sentó a mi lado y yo dejé mi cabeza sobre su hombro.
Y nos quedamos así los dos, viendo a la nada.
Y ese día, sentí que Edrea no había muerto. Nunca entendí sus palabras, hasta hoy.
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Editado: 20.09.2024