Una vida ajena. Así era como Oleg observaba todo aquello. El pueblo turístico, toda esa gente que pasaba días enteros tumbada en la playa de arena, y que al caer la tarde vagaba por las calles, vestida –o no demasiado vestida– casi igual que durante el día en la playa. Buscando discotecas o dónde beber. O quizás algo más. ¿Quién sabe? A él no le gustaba ese tipo de descanso, y en general, no recordaba muy bien cuándo había descansado de verdad por última vez.
Pero ahora se veía obligado a caminar entre ellos, a almorzar y cenar en los mismos cafés –la cocina, en su mayoría, era bastante decente, pero si no fuera por la música alta… En fin, no había elección. Por extraño que pareciera, comprar productos para cocinar uno mismo aquí era casi imposible. Todo estaba organizado para los turistas que preferían no tener problemas con la preparación de la comida. Y los lugareños, al parecer, ya no quedaban. O vivían en otros lugares. Y aquí, en la primera y segunda línea de mar, incluso las casas privadas normales se habían convertido en pequeños hoteles.
Su casa aquí también era como una isla. En un mar turbulento y muy ruidoso.
Su casa… pero él no la sentía como suya.
En fin, se hacía de noche, y comer, de una manera u otra, era necesario. Así que, saliendo de la casa, Oleg se dirigió a un café o a un pequeño restaurante –no sabía exactamente la diferencia–. El local se llamaba «Pelícano», y se distinguía no solo por la buena comida, sino también por su ambiente. En la terraza bajo un toldo había mesas para varias personas, y no siempre estaban ocupadas por grupos, así que junto a uno podían acabar personas completamente desconocidas. Como en un McDonald's. Aunque los camareros aquí trabajaban casi como robots, sin anotar los pedidos –uno solo podía maravillarse de cómo recordaban, pero en su memoria nunca se habían equivocado en nada–. Y además, el dueño probablemente no creía que cuanto más alta la música, más clientes. Por eso, en los cuatro días que llevaba aquí, Oleg había tomado cariño a este lugar.
—¿Está libre aquí? —preguntó, señalando una silla vacía. Casi la única libre en ese momento bajo ese toldo de cañas. Por eso, la chica que estaba sentada al lado, levantando la vista, no se sorprendió en absoluto, y respondió:
—Sí.
—Gracias. —Seguramente no pensó que él estaba allí… por algo más. Y mejor si no lo pensó. Ya era suficiente que sus sitios en esa larga mesa estuvieran separados de los demás por un soporte del toldo. Pero, después de hacer el pedido, miró a su inesperada vecina, y soltó inesperadamente: —Por cierto, creo que la he visto.
—¿Dónde? —preguntó la chica más sorprendida de lo que cabría esperar.
—En la playa. Casi de noche. Iba usted cerca del agua. Y pasó por delante de mi casa. Luego se sentó en la arena, estuvo sentada unos cinco minutos, y siguió caminando. —Oleg sonrió—. Incluso pensé qué misteriosa desconocida vagaba sola por las noches.
—Ahora, según las leyes del género, debería preguntar cómo me llamo. —La chica respondió a la sonrisa con una apenas perceptible—. Oksana.
—Y yo Oleg. Y, en general, no quise decir nada de eso, y realmente acabé aquí por casualidad.
—Pero nos hemos conocido —observó Oksana con razón.
—Bueno… así pasó. —Él miró a la chica a los ojos—. Aunque lo lamentaré.
A esta última frase, Oksana no respondió, sino que observó:
—Si esa es la casa que era la única oscura, entonces está bastante lejos.
—Si le soy sincero, estaba en el balcón, y da a la playa, y miraba el mar con un telescopio. Ni siquiera imaginé que habría alguien allí por la noche, pero vi movimiento y enfoqué el telescopio… Menos mal que a la luz de la luna se ve todo. Y ahora la he reconocido. Por casualidad.
—O quizás no.
De todo esperaba Oleg de esta conversación, menos eso. Sin embargo, tampoco iba a negarlo. La interlocutora lo merecía. Unos veinticinco años, morena de ojos oscuros y buena figura –eso ya lo había visto entonces, a la luz de la luna–. Y ahora miraba la expresión de su rostro. Parecía que hablar con un desconocido era justo lo que ella necesitaba en ese momento.
—¿Y no tuvo miedo de caminar allí… sola? —decidió preguntar Oleg.
—Nunca he oído que aquí sea peligroso.
Ni siquiera se dieron cuenta de cuándo pasaron al tuteo. Oksana contó que, en realidad, había venido aquí con su novio, pero al segundo día se pelearon, y él se fue, diciéndole al despedirse que no quería volver a verla. Ella decidió quedarse, ya que la habitación ya estaba pagada. Y además, todavía tendría que decidir cómo llegar a la ciudad, porque el coche era de Andriy… Oleg ahora entendía por qué ella estaba sola en aquella playa, y esa mirada… al principio le pareció cansada, pero no era eso… Mientras tanto, la chica preguntó qué hacía él allí.
—Sobre todo porque tu casa aquí, al parecer, es la única que no han reformado para alquilar habitaciones.
—Sí. Porque aquí vivía mi tío. Un antiguo capitán de larga distancia, y construyó esta casa hace mucho tiempo, unos treinta años. No tenía necesidad de ganar dinero así. A menos que a veces llevara turistas en su barco. A mí también. ¿Sabes qué aspecto tan inusual tiene todo desde el mar…? Desde lejos, si también se mira a través de un telescopio… Aunque dudo poder enseñártelo. Porque no sé manejar el barco —confesó Oleg—. Supongo que ahora tendré que aprender. Porque mi tío murió hace medio año. Y la casa, junto con el barco, me llegó después de él… Y en casa, en Kiev, casi no tengo dónde vivir. Así que ahora estoy pensando si mudarme aquí para siempre.
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Editado: 28.04.2025