Claudia no me dejó olvidar el incidente del café. Ni por cinco minutos.
—Te lo digo en serio, Zoe —me decía mientras caminábamos hacia la cafetería—, esas cosas no pasan así como así. El universo te lo puso en frente.
—Sí, y el universo también me manchó la blusa favorita —le respondí, señalando la marca marrón que no había logrado quitarme ni con toallitas húmedas.
Elian apareció justo en ese momento. Él, con su mochila de marca y auriculares colgando, pero con una actitud tan relajada que parecía que lo habían sacado de un comercial de “vive la vida sin estrés”.
—Otra vez, lamento lo de hoy en la mañana —dijo mirándome directo a los ojos—. ¿Puedo invitarte un café para compensar?
Claudia me dio un codazo tan obvio que creo que hasta los de la otra mesa lo notaron.
—Bueno… supongo que… sí —respondí, intentando sonar indiferente, aunque por dentro mi corazón estaba ensayando una coreografía de zumba.
Nos sentamos, y para mi sorpresa, la conversación no fue incómoda. Elian era… diferente. No presumía, no hablaba solo de sí mismo. Me preguntó por mis estudios, por qué había escogido enfermería, y hasta se rió genuinamente cuando le conté que mi primera práctica fue tan caótica que casi terminé poniéndome la bata al revés.
—Eres divertida —me dijo en un momento, así, como si fuera la cosa más obvia del mundo.
Y eso, viniendo de alguien que parecía tenerlo todo, me sonó más bonito que cualquier piropo ensayado.
Pero claro, como en toda buena historia mía, tenía que llegar “la interrupción”. Una chica alta, delgada, con labios perfectos y un perfume que olía a “caro”, se acercó y le tocó el hombro.
—¡Elian! No sabía que estabas aquí —dijo ella, ignorando mi existencia como si yo fuera una silla.
Él me presentó:
—Ella es Zoe, una amiga. Zoe, esta es… bueno, una conocida de la facultad.
La chica sonrió, pero era esa sonrisa que te mide de pies a cabeza y te deja claro que no le das competencia.
En ese momento entendí que, si me acercaba más a Elian, iba a necesitar nervios de acero… o una suscripción mensual a terapia.