Las prácticas de enfermería son como una ruleta rusa: nunca sabes si vas a salir sintiéndote Florence Nightingale… o un desastre con bata.
Ese día nos tocaba simulación de atención a pacientes encamados. La profesora, con su típica voz seria, explicó:
—Recuerden, la postura correcta es fundamental para evitar lesiones en el paciente… y en ustedes.
Yo asentí muy profesional, mientras en mi cabeza pensaba: “Zoe, no te tropieces, no derrames nada, no seas tú misma por una hora, ¿ok?”.
Todo iba bien… hasta que él apareció.
Sí, Elian, con su libreta en mano, cruzando por el pasillo porque al parecer su clase de ingeniería estaba en el laboratorio de al lado. ¿Por qué el destino insiste en ponerlo justo cuando estoy más vulnerable?
Intenté ignorarlo y concentrarme en mover al “paciente” (un maniquí que pesaba como si hubiera sido diseñado por un enemigo personal). Pero en mi intento por acomodarlo, la sábana se enganchó, el maniquí se deslizó, yo perdí el equilibrio y… terminé cayendo sentada en la camilla, con la bata abierta y el cabello como si hubiera pasado por un túnel de viento.
Elian, que lo vio todo, se apoyó en la puerta y soltó una risa que no sonaba burlona, sino genuinamente divertida.
—No sabía que la enfermería incluía acrobacias —comentó, con una sonrisa que me desarmó.
Mis compañeras soltaron carcajadas y hasta la profesora se permitió una media sonrisa. Yo, intentando recuperar dignidad, me levanté y dije:
—Es una técnica avanzada… aún en fase experimental.
Él se acercó, me alcanzó una horquilla que se había caído de mi cabello y dijo en voz baja:
—Por cierto… te ves bien incluso cuando el universo conspira para que no sea así.
Claudia, que estaba detrás de mí, hizo un gesto que claramente decía: “Ya, cásate con él”.
Salí de esa práctica con la certeza de dos cosas:
El maniquí me odiaba.
Elian estaba empezando a verme… y eso me asustaba más que cualquier examen de anatomía.