Si la vida fuera un campo de batalla, Claudia sería mi chaleco antibalas.
Y mi francotiradora personal.
Y la artillera pesada.
Ese día, después de la gloriosa humillación con el maniquí, ella me arrastró a nuestro café favorito. Era su manera de “sanar traumas universitarios”, según sus propias palabras.
—Zoe, hay dos tipos de gente en este mundo: los que se mueren de vergüenza y se esconden… y los que usan su caída como estrategia para ganar público. Adivina en cuál categoría te quiero ver —me dijo, mientras le ponía tres sobres de azúcar a su café.
—Clau, yo no busco público. Solo quiero pasar desapercibida, aprobar mis materias y que nadie me vea tropezar… nunca más.
—Demasiado tarde, cariño. El chico guapo ya te vio. Y spoiler: no le molestó.
Le lancé una mirada, pero ella sonrió como quien tiene un as bajo la manga.
—Además, ¿sabes qué vi yo en sus ojos? Curiosidad. Y un poquitín de interés… aunque tú sigas convencida de que tu encanto está escondido debajo de capas de inseguridad y sarcasmo.
—Claudia… —empecé, pero ella levantó la mano para callarme.
—Shhh. Basta. Vamos a hacer un trato: esta semana, cada vez que alguien te diga algo pasivo-agresivo, tú vas a contestar con humor inteligente. Sin victimismo, sin pelea, solo pura elegancia con veneno dulce.
—¿Y si fallo?
—Entonces me invitas las galletas del café.
Pasamos la tarde inventando posibles respuestas a las indirectas familiares:
—“¿Vas a comer otra vez?” —imitaría mi madre.
—Y tú dirías: “Sí, y esta vez pienso hacerlo con efectos especiales”.
Reí tanto que terminé llorando. Ese era el efecto Claudia: transformar cualquier golpe en una carcajada.
Cuando nos despedimos, me abrazó fuerte y me susurró:
—No dejes que nadie, ni siquiera tú misma, te convenza de que no mereces brillar.
Esa noche, al llegar a casa, mi hermana soltó la suya:
—¿Te fuiste a comer postres?
Respiré hondo y, con una sonrisa, respondí:
—No, fui a negociar mi contrato de modelo, pero me rechazaron por exceso de carisma.
Claudia estaría orgullosa.