Dos días después de la fiesta, nos encontramos “por casualidad” en la biblioteca.
Bueno… él dijo que fue casualidad. Yo todavía sospecho que Claudia estuvo detrás.
—¿Tienes un minuto? —preguntó Elian, con una libreta en la mano.
—Depende… ¿es para hablar de tareas o para pedir mi ayuda en otra presentación? —bromeé.
—Es para… no sé, compañía —respondió con una sonrisa tranquila.
Nos sentamos en una mesa junto a la ventana, él con sus apuntes de sistemas, yo con mis lecturas de farmacología. El silencio era cómodo, interrumpido solo por el pasar de páginas y el golpeteo de lápices.
En un momento, él dejó su bolígrafo y me miró.
—¿Puedo preguntarte algo?
—Si prometes que no es sobre anatomía —dije, intentando suavizar el tono.
—¿Siempre has tenido tanta… muralla alrededor?
Me quedé quieta.
—¿Muralla?
—Sí… como si estuvieras lista para defenderte todo el tiempo.
Quise inventar una broma, pero las palabras salieron solas.
—Cuando en tu propia casa aprendes a esquivar comentarios como si fueran pelotas de béisbol, desarrollas reflejos.
Él asintió, sin juzgar.
—Te entiendo más de lo que crees.
—Claro, tú, el chico con la vida perfecta…
—Zoe, mi vida es perfecta en papel. Pero en realidad… —hizo una pausa—, siempre sentí que era el invitado en la fiesta de mi propia familia. Como si me faltara algo para encajar en su mundo.
Me sorprendió su sinceridad. Y por primera vez, sentí que nuestras diferencias no eran tan grandes.
—Supongo que los dos estamos un poco fuera de lugar —dije.
—O tal vez en el lugar correcto, solo que no lo sabemos aún —respondió él, mirándome como si quisiera que creyera sus palabras.
El resto de la tarde lo pasamos entre apuntes y pequeñas confesiones. Y cuando nos despedimos, entendí que ese “muralla” del que hablaba Elian… empezaba a tener grietas.