Era una de esas tardes en las que el aire en casa parecía pesado, como si los muros escucharan y amplificaran cada palabra con intención de herir.
Mi madre estaba en la cocina, arreglando la mesa, y cuando me acerqué para ayudar, soltó sin mirarme:
—¿Otra vez con ese vestido? Pareces que vas a un carnaval, Zoe.
Mi hermana, desde la sala, no perdió oportunidad:
—Quizá si no te vistieras como un disfraz, te tomarían en serio.
Sentí cómo un nudo me subía por la garganta, pero esta vez, en vez de tragarme las palabras, dejé que salieran, afiladas pero sinceras:
—¿Saben qué? No nací para encajar en este molde ridículo que me quieren imponer. No voy a dejar que sus palabras definan quién soy.
Mi madre me miró como si hubiera soltado una bomba, y mi hermana simplemente se quedó callada, sorprendida por mi respuesta.
Salí de la casa con la determinación quemando en mi pecho, respirando profundo en la calle mientras el sol bajaba.
Sabía que ese era solo el principio de un cambio, uno donde yo pondría las reglas, y nadie más.