Las mañanas en casa seguían igual: comentarios afilados disfrazados de “consejos” y miradas que pesaban más que un examen final.
Pero esta vez, algo había cambiado en mí. Ya no era la chica que agachaba la cabeza y tragaba insultos disfrazados de “bromas familiares”.
Una mañana, mientras desayunaba y escuchaba el clásico:
—¿Otra vez con esa ropa? No te ves bien así.
Solté una sonrisa con veneno dulce:
—Gracias por la opinión, mamá, pero creo que hoy me siento más radiante que nunca. ¿Quieres probar ese brillo?
Mi madre se quedó sin palabras. Mi hermana, que escuchaba desde el pasillo, soltó una risita nerviosa.
En la universidad, me sentía diferente. Participaba más en clase, ya no me escondía en el último pupitre y hasta me animaba a compartir ideas, por más locas que parecieran.
Claudia notó el cambio y me felicitó con un abrazo apretado.
—Sabía que tenías fuego adentro, solo estabas esperando la chispa correcta.
Elian empezó a verme con otros ojos, con una mezcla de admiración y cariño que hacía que mi corazón se sintiera más ligero.
Por primera vez en mucho tiempo, entendí que no nací para encajar… nací para brillar a mi manera.