El siguiente quedaba demasiado lejos, no me creí capaz de llegar. Nos dividía un caudaloso río que arrastraba restos de vida y ya no permitía ver siquiera a las estatuas. Verlo me definía como inservible, pero tenía que intentarlo. No paraba de llover. Retrocedí un poco tiritando, apreté los puños que me respondieron goteando sangre y corrí tanto como mis fuerzas lo permitían, pero un paso en falso y mis cortas alas me arrojaron al agua. La corriente me manipulaba, conocí el verdadero miedo, trate de nadar, pero no pude, el agua hizo conmigo lo que quiso y me golpeó por todos lados con lo que arrastraba. El aire en mis pulmones se agotaba hasta que logré sujetarme de algo y sacar la cabeza solo para descubrir que respirar es insuficiente cuando hay una fuga importante por otra vía. Me pesaba el agua sucia que había tragado y la ausencia de músculos fuertes en mi. No paraba de llover, el río se había convertido en un mar imponente y espantoso dibujando a mis pies un abismo del cual no puede escapar por falta de vitalidad. Por primera vez me costaba pensar, me aferraba a lo que me mantenía a flote, pero ni la rama ni yo soportariamos el peso de mi propia existencia mucho tiempo.