No Queda Nadie

Lunes sin mensajes

Desperté con el sonido del silencio. No era el ruido blanco del televisor prendido por descuido, ni el ronroneo de una nevera vieja, ni siquiera el canto lejano de los pájaros. Era, simplemente, la ausencia de todo. Ese tipo de silencio que pesa, que uno no escucha, sino que siente en el pecho como si algo hubiera desaparecido durante la noche y dejara un hueco exacto en su lugar.

Abrí los ojos. El techo seguía igual, con la mancha de humedad cerca de la lámpara. No sé por qué siempre lo observo. Tal vez porque me recuerda que el tiempo sigue pasando aunque yo no haga nada. Me incorporé en la cama, sentí el frío de las sábanas vacías a mi lado y, como cada mañana, extendí la mano por costumbre, por inercia, como si ella aún estuviera ahí.

Pero no estaba.

Llevo meses haciendo ese gesto estúpido. No sé si me consuela o me humilla. Quizás ambas. Me levanté con lentitud, como si cada músculo necesitara permiso para existir. Caminé hacia la cocina y preparé el café. Sin azúcar. Siempre sin azúcar, aunque ella solía decir que el café amargo era para gente triste. Supongo que al final tenía razón.

El teléfono no sonó. Ni un mensaje, ni una llamada perdida. Abrí el chat de mi hermana. El último mensaje tenía más de dos meses. “¿Te vas a presentar al velorio del tío Ramón o vas a seguir desaparecido?”. No respondí en su momento. No porque no quisiera, sino porque no supe qué decir. ¿Cómo explicarle que yo también me estaba muriendo un poco cada día?

En la mesa había un sobre. Lo había encontrado días atrás en el buzón del edificio. Ni remitente, ni dirección clara. Lo abrí. Una publicidad barata de seguros. “¿Estás solo? Protege tu legado.” Me reí. Un sonido seco, más parecido a una tos que a una risa. ¿Qué legado?

Decidí salir. Solo por no seguir mirando el techo. Caminé por la ciudad como si no perteneciera a ella. La gente cruzaba sin mirarme, como si yo no estuviera. Un anciano le daba pan a las palomas. Una pareja se besaba en una banca. Un niño lloraba porque su helado se cayó al suelo. Todo seguía su curso. Todo menos yo.

Pasé frente a la cafetería donde solíamos desayunar. El lugar estaba igual, pero diferente. Los colores ya no parecían cálidos, y las tazas blancas ya no se veían limpias, sino vacías. Me senté en la misma mesa de siempre, al lado de la ventana. Nadie me saludó. El mesero nuevo me miró como si fuera la primera vez que entraba. Tal vez lo era.

—¿Le traigo la carta? —preguntó.

Negué con la cabeza.

—Solo un café, sin azúcar.

Esperé. Miré por la ventana. Vi mi reflejo. Lo detesté. No por feo, ni por viejo, sino porque no parecía yo. Parecía una versión triste de lo que alguna vez fui. ¿Cuándo ocurrió el cambio? ¿Cuándo empecé a desaparecer?

Volví al apartamento con la misma sensación de siempre: que el mundo estaba lleno de gente, pero yo no estaba en ninguno de ellos. Cerré la puerta. Dejé el celular en la mesa. Me senté en el borde de la cama. Y ahí, en medio de ese lunes sin mensajes, entendí algo simple y cruel:

No hay nadie esperándome.
No hay nadie recordándome.
No queda nadie.



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En el texto hay: novela fria

Editado: 12.07.2025

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