La taza cayó esta mañana. No fue por descuido. Simplemente se me resbaló de las manos, como si ya no tuviera fuerza para sostener nada. Ni siquiera eso. Se hizo pedazos al tocar el suelo, como si estuviera esperando el momento justo para rendirse. Como yo.
Era su taza. Blanca, con una pequeña grieta en el costado y una frase escrita a mano: “Lo importante es que estás aquí.”
A veces pienso que esa taza fue lo último que sostuvo mi rutina. No el café, no la mesa, no el desayuno: solo ella. Como si mientras esa taza estuviera entera, todavía quedara algo de los días que compartíamos.
Ahora está rota. Y yo solo me quedé observando los pedazos, sin moverme. Ni siquiera me molesté en recogerlos. Tal vez esperaba que alguien más lo hiciera. Alguien que ya no vive aquí.
Recuerdo el día que me la regaló. Fue un lunes también, hace casi tres años. Yo venía de un mal día en la oficina y ella, con esa forma suya de apagar las tormentas, me la entregó envuelta en papel periódico. Me reí. Le dije que era fea. Ella me dijo que eso pensaba yo también de mí mismo, y que sin embargo ella me amaba.
Hoy no tengo ni la taza, ni el periódico, ni su risa.
Me senté en el suelo junto a los pedazos. Pensé en recogerlos, pero no lo hice. Me recosté contra la pared. Dejé que el frío del piso se colara por mi espalda. ¿Qué se supone que haga uno con los restos de lo que fue su vida? ¿Se barre? ¿Se olvida?
La cocina olía a soledad. No al tipo de soledad que uno elige, sino al que se impone. A esa que llega y se queda, sin pedir permiso. Me fijé en los platos del fregadero. Llevaban días allí. Quizá semanas. No sé en qué momento dejé de lavar. O de comer. O de contar los días.
Encendí la radio. Una canción vieja comenzó a sonar. De esas que uno no escucha con atención, pero que sabe que duelen. Me quedé mirando al vacío mientras la voz del locutor hablaba de noticias que ya no importaban. Crisis económica. Robos. Desaparecidos. Personas que luchaban por sobrevivir, mientras yo ni siquiera encontraba razones para levantarme del suelo.
Pensé en llamar a alguien. A cualquiera. Pero no sabía a quién. Todos se habían ido. O peor: seguían vivos, pero ya no estaban. Y eso duele más que una muerte. Porque la muerte tiene un cierre. El abandono solo tiene preguntas.
A veces me convenzo de que fui yo el que se fue. Que me alejé sin darme cuenta. Que un día dejé de responder, de participar, de mostrar interés. Pero no recuerdo cuándo. Solo sé que un día, como hoy, desperté y ya nadie estaba.
En la tarde, el sol entró por la ventana y dio justo en los pedazos de la taza. Por un instante, cada fragmento brilló. Como si incluso lo roto pudiera tener algo de belleza.
Me quedé mirándolos. No los recogí. Tampoco los pisé. Solo los dejé ahí, como prueba de que alguna vez alguien me dijo que lo importante era que yo estuviera aquí.
El problema es que ya no sé si eso sigue siendo cierto.