Esa mañana no hice café.
No porque no quisiera. Simplemente no tenía sentido hacerlo. La taza estaba rota. El estómago vacío. Y mi ánimo, como siempre últimamente, extraviado en alguna parte que ya no sé cómo alcanzar.
Me senté frente al celular. Lo observé como quien espera una señal del mundo. Cualquier cosa: un mensaje, una llamada, una notificación accidental. Algo que me dijera que aún existo para alguien. Que no me he desvanecido del todo.
Abrí la lista de contactos. Deslicé lentamente el dedo hacia abajo. Muchos nombres. Nombres conocidos, pero cada uno tan lejano como si fueran parte de otra vida. Me detuve en uno: Luciano.
Mi mejor amigo de la universidad. El que me defendía cuando yo no sabía cómo hacerlo, el que me escuchaba cuando me callaba demasiado. Me ayudó a conseguir mi primer trabajo. Estuvo ahí cuando conocí a ella. Fue el padrino en nuestra boda.
Le escribí hace cuatro meses. Un mensaje corto: "¿Cómo estás, hermano?"
Nunca respondió.
Miré su estado. Última conexión: hace una hora. Activo. Vivo. Simplemente... ya no para mí.
Pasé al siguiente: Marina. Una compañera del trabajo. Durante años fuimos cómplices de oficina, cómplices de escapadas y conversaciones en los pasillos. Incluso, una vez, pensé que le gustaba. Pero solo era amabilidad. Amabilidad que se fue apagando con mi ausencia.
“¿Te acuerdas de mí?”
Eso le escribí una noche de diciembre, bajo unas copas.
Mensaje leído. Ninguna respuesta.
No dolía por ella. Dolía por mí. Por lo que fui, por lo que fuimos. Por todo lo que ya no soy para nadie.
Seguí bajando. Vi números sin nombre, conversaciones vacías, saludos de cumpleaños sin contestar.
Y entendí algo simple, brutal: no fue que se fueron de golpe, fue que dejaron de responder.
Uno a uno. En silencio. Como si apagaran lentamente las luces en un teatro donde yo era el único espectador.
Y luego está ella. Mi amor. Mi ex. Mi todo. Su contacto sigue en favoritos, aunque ya no tiene sentido. Sé que me bloqueó. Lo comprobé una noche. Foto de perfil ausente. Última conexión: oculta. Silencio total.
Le escribí muchas veces. La mayoría de los mensajes nunca salieron. Los borraba antes de enviarlos. A veces los leía en voz baja, como si mi voz pudiera alcanzarla desde este lado del abismo.
“Perdón por no saber cuidarte. Perdón por no entenderte. Perdón por fallarte.”
Pero el perdón que no se escucha, no vale nada.
Apagué el teléfono. Cerré los ojos. Recordé una conversación con ella, cuando todavía me amaba. Me dijo:
—Elías, no necesitas que todos estén para ti, pero sí necesitas que alguien esté, aunque sea uno solo.
Y ahora, ni siquiera ese “uno solo” existe.
Afuera, llovía. Esa clase de lluvia gris que no limpia nada, que solo acompaña. Me levanté del sillón y caminé hasta la ventana. Vi la calle. La gente pasaba rápido, cubriéndose con paraguas, corriendo a algún lugar. Todos tenían prisa por llegar a donde los esperaban.
Yo no tenía a dónde correr.
Porque no hay nadie esperando.
Porque nadie responde.
Porque nadie queda.