No Queda Nadie

Oficina vacía, escritorio ajeno.

Me costó decidirme a volver.
No tenía una razón clara. No me citaron. Nadie me llamó. Ni siquiera quedaba algo que me atara allí. Pero a veces uno vuelve a los lugares donde fue alguien, aunque sea solo para confirmar que ya no lo es.

Tomé el tren en silencio. No sé por qué me puse una camisa planchada. Quizá por costumbre. Quizá por la absurda esperanza de que alguien me reconociera y dijera: “¿Elías? ¿Dónde has estado?”

Pero no pasó.
Nada pasó.

El edificio seguía igual. Frío, gris, como un fósil de productividad. Entré. La recepcionista era nueva. Ni me miró.
—¿Tiene cita? —preguntó, sin levantar los ojos de la pantalla.

No respondí. Caminé por el pasillo largo que conducía al ascensor. Las paredes seguían llenas de frases motivacionales vacías: “Haz que cada día cuente”, “Tú eres el cambio”. Yo fui el cambio. El cambio que se evaporó.

Subí al piso 6. Ventanas grandes, alfombra barata, olor a plástico limpio. Reconocí las sillas, las máquinas de café, la sala de reuniones. Pero todo estaba… diferente.
No era solo que habían pintado las paredes.
Era que el aire no me reconocía.

Mi antiguo escritorio estaba ahí. A la derecha del ventanal. Junto al ficus que yo mismo regaba cada lunes. Pero ya no era mío.
Había una mujer sentada en mi silla. Joven, sonriente, con una taza nueva entre las manos.
En mi cajón, seguro ahora guardaba sus llaves, sus audífonos, su vida.

Me quedé mirándola desde la distancia. No quise acercarme. No quería que me preguntara quién era. Porque yo tampoco sabría qué responder.

Una mano tocó mi hombro. Me giré. Era Andrés, uno de los pocos con los que compartí más que trabajo.
—¿Elías...?
Asentí.

—Creí que… bueno, que te habías ido para siempre.
—Tal vez sí me fui —le dije. Y luego, sin pensarlo: —¿Está todo bien?

Él no supo qué decir. Me miró como si yo fuera un fantasma.
—Reestructuraron muchas cosas. Cambiaron jefes. Reducieron personal. Tu puesto… lo fusionaron. Lo siento.

Lo dijo con honestidad. Pero la honestidad no mitiga el vacío. Solo lo nombra.

Caminamos unos pasos por el pasillo. Me mostró la nueva sala de descanso, los nuevos proyectos. Me sentí más forastero que nunca.
Él me dijo que podía quedarme un rato, que nadie diría nada.
Pero no quise. No tenía sentido. Ya nada de eso era mío.

Antes de irme, miré una última vez ese escritorio que fue mi refugio por años.
Y entendí que el trabajo, ese que me consumía horas, que me robó salud, que me quitó momentos con ella, con mi familia, con mis amigos... nunca fue mío.
Fui un número, un nombre en una plantilla que ya no está.
Fui reemplazado sin ruido.
Sin memoria.

Salí del edificio y me senté en la acera. El sol golpeaba sin compasión. Saqué el celular. Lo miré como quien espera una señal, otra vez.

Ningún mensaje. Ninguna llamada.

Y ahí, sentado frente a la oficina que ya no me pertenece, me di cuenta:

No hay lugar al que volver.
Ni en el trabajo.
Ni en casa.
Ni en nadie.



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En el texto hay: novela fria

Editado: 12.07.2025

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