No Queda Nadie

Cartas que nadie leyó.

En el fondo del armario, debajo de un abrigo que ya no uso y entre zapatos que han olvidado los caminos, hay una caja de cartón.
No tiene nombre. No tiene marcas. Solo polvo. Mucho polvo.
Pero sé lo que guarda.
Y por eso, la evité durante tanto tiempo.

Hoy la saqué.
La puse sobre la mesa y la abrí con la delicadeza con la que se abre un ataúd: sabiendo que algo dentro está muerto, pero aún así, esperando que respire.

Ahí estaban.
Las cartas.

No son muchas. Unas quince. Algunas escritas a mano, otras impresas, otras solo garabateadas en servilletas, sobres vacíos o esquinas de papel arrugado. Todas tienen algo en común: nunca fueron enviadas.

La primera era para ella, claro.
Aún conservo su nombre escrito con tinta azul en la esquina superior.
"No sé cómo se empieza una carta que no va a ser leída. Pero necesito escribirla igual."
Así comenzaba.

Le hablaba de las pequeñas cosas. De las veces que me quedaba despierto solo para escucharla respirar. De cómo me dolía su silencio mucho antes de que se fuera. De cómo su risa me salvaba de mí mismo.

Esa carta terminaba con una línea que me sigue hiriendo cuando la leo:
"Si algún día me extrañas, busca esta carta en tu recuerdo. Yo la escribí por si acaso todavía sentías algo."

Nunca la envié. Porque sabía la respuesta.
Sabía que el “por si acaso” ya no existía.

Luego, había una para mi padre.
No era una carta de amor. Era una herida escrita con orden. Le contaba cómo me dolió crecer sintiéndome invisible. Cómo cada vez que necesitaba un abrazo, él tenía las manos ocupadas con cualquier otra cosa.
"Siempre creí que no me querías. Hoy entiendo que solo no sabías cómo hacerlo. Pero igual dolió."

Nunca se la di.
Murió sin saber que alguna vez escribí eso.
Y quizás está bien. Algunas verdades ya no cambian nada.

También había una carta para mí mismo.
La escribí en uno de esos cumpleaños solitarios. No recuerdo cuál.
"Elías, si llegaste hasta aquí, es porque sigues vivo. Y si sigues vivo, aunque sea por poco, aún puedes reconstruirte."

La ironía es que la carta sonaba esperanzadora.
Y sin embargo, yo no me reconstruí.
Me desmoroné, lento, sin testigos.

Las demás cartas eran pequeñas:
– Una para un amigo que se fue sin despedirse.
– Otra para un jefe que me hizo sentir menos.
– Una para mi madre, que jamás leí en voz alta.
– Y una más, sin destinatario, que solo decía:
"Estoy cansado. No de vivir. De fingir que lo estoy haciendo."

Doblé cada carta con cuidado. Las volví a guardar. Cerré la caja.

No las quemé.
No pude.

Porque aunque nadie las haya leído, aunque nadie nunca las lea…
esas cartas me sostuvieron más que las personas a quienes iban dirigidas.

Y tal vez, en el fondo, escribir es eso:
Dejar constancia de que estuvimos aquí.
De que sentimos algo.
De que alguna vez fuimos capaces de amar, de odiar, de necesitar.

Aunque ya no quede nadie para escuchar.



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En el texto hay: novela fria

Editado: 12.07.2025

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